martes, 31 de agosto de 2010

Los nudos de la garganta

Que este río no me lleve. Que la corriente no me arrastre. Que me alcance el aire. Que no me estrelle con los ojos cerrados en una avenida. Que detengan la rotación de la tierra unos minutos. Que alguien me devuelva mi traje con súper poderes. Que las hormigas de la tristeza no se lleven los dulces de mi sonrisa. Que me alcancen las cobijas. Que la noche no llegue ni se vaya con tanta prisa. Que se quede conmigo un poquito más enredada en las cobijas.
Que suceda.
Que la vida me suceda... pero que no me pase por encima.

viernes, 27 de agosto de 2010

De las primeras señales

Para leer esto, primero habrá que estar dispuesto a creerlo todo. A no escandalizarse por la belleza de lo terrible; por el imán de la fatalidad.

Tenía entre tres y cuatro años. Lo recuerdo porque iba en el kínder y estaba aprendiendo a escribir. La fecha era cercana al día de muertos y en un tianguis yo quería que me compraran una calabaza para pedir calaverita. Era la primera vez que lo haría, así que el asunto de la calabaza cobraba una importancia que nadie entendía. Mis padres se negaron rotundamente y de nada me sirvieron todos los berrinches... y eso que yo era una especialista. El que mejor me salía era el del grito ahogado: gritaba con todas mis fuerzas mientras tenía el puño metido en la boca. No sé por qué, pero perturbaba mucho y yo lo hacía con verdadero entusiasmo. La indiferencia de mis padres me puso furiosa y después de pedir hasta el cansancio y de todas las maneras posibles, me dejé arrastrar por la prisa de mi madre que me jaloneaba el brazo mientras caminaba a una velocidad difícil de igualar. Así pues, llegado el momento de partir, subimos a la pick up. Yo iba sobre las piernas de ella junto a la puerta. Ni siquiera lo pensé: mi objetivo era muy claro. Nos acomodamos. Mi madré jaló la puerta para cerrar. Yo metí la mano. Por supuesto grité... se me acababa de fracturar un dedo de la mano derecha: el de enmedio. Después del llanto vigoroso y renovado volví a pedir la calabaza. Esta vez, nadie se negó: camino de regreso tenía la que desde un principio ya había elegido.
Recuerdo que también aprendí a escribir con la mano izquierda.

martes, 24 de agosto de 2010

Cerrar los ojos y mirar

Intenté pulir las esquinas, hacer bajorrelieves por imitación y construir las puertas a la medida. Traté de entrar por los recovecos de las letras de aquellos que me sacan el aliento. Hice un seguimiento de su trayectoria, y disciplinadamente, transité centímetro a centímetro; pero yo llegaba a otro lugar. Después de treinta años advertí que no cabía en un destino que no estaba hecho para mí. Entonces regresé y me metí al mío: bailé lo que me faltaba, tejí con estambre las líneas, respiré de la noche y desandé las costumbres imperdonables para caminar por las sorpresas prodigiosas de lo pequeño, de lo que escucho, de lo que intuyo, de lo que pasa todos los días frente a mis ojos.
Sonrío. Esto es para mí. Sólo yo quepo en mi destino.

viernes, 20 de agosto de 2010

En los ojos de un chamaco cabrón

Cuando vio sus ojos le dolió. Sólo hasta que vio sus ojos. Entonces volteó a ver los tabiques: en ellos estaba embarrado el cuerpecito de esa pequeña víbora desafortunada que nunca tuvo un nombre. Fue en ese momento que se percató de lo que había hecho momentos antes. Había sido una orden, pero no supo cómo obedecer.

Emiliano nunca se cansaba de explorar el terreno baldío que había al lado de su casa. Siempre había algo para guardar en las bolsas del pantalón. Ese día halló lo que nunca había visto: "una boa constrictor", decía él. La viborita no tenía nada de peligrosa. Era de color amarillo y tenía la mirada como todos los reptiles: impredecible. Emiliano aprovechó que estaba enroscada a una rama que pudo alcanzar. Le pareció fascinante, amenazadora y oportuna para espantar a quien se le pusiera enfrente. Así se dedicó a sacarle gritos a las niñas que tanto odiaba y a molestar a doña Tere, que a sus 53, ya no estaba para aguantar las imprudencias de un chamaco que le quería echar la viborita en la bolsa del delantal. Cuando su madre escuchó los gritos, bajó para ver qué pasaba.
-¡Este tarugo señora! ¡Mire nomás lo que trae! Y yo con mi soplo en el corazón.
-Emiliano, no te quiero ver con eso en la casa. ¡Pa' fuera! ¡La tunda que te voy a dar si no te deshaces de ese animal!
Emiliano se salió. Nunca había tenido perros ni gatos ni ratones ni nada. Nunca había cuidado de nadie. Él era el hijo único al que se le prodigaban todos los cuidados y atenciones de una madre soltera y trabajadora.
Lo sabía: el detalle de la boa constrictor le iba a costar la mesada del domingo que tanto esperaba, además de la revisión exhaustiva de sus tareas que sólo sucedía, cuando su madre estaba enojada y buscaba errores por todas las hojas del cuaderno. Como todo hijo consentido, los berrinches impulsivos eran su especialidad. Se acercó a los tabiques de la construcción que había en la esquina. Frente a la construcción estaba el anciano que parecía parte del paisaje: siempre estaba sentado ahí, con su cara de tortuga silenciosa e impasible.
Emiliano puso a la boa sobre un tabique. Tomó otro y lo estrelló contra ella. Así, Emiliano trituró con esmero todo ese lánguido cuerpecillo. Se tardó. Cuando acabó, subió la mirada y se encontró con los ojos del hombre tortuga que no pudo pronunciar palabra durante el atentado. El anciano negó con la cabeza y sólo pudo decir: "Chamaco cabrón". Levantó su cuerpo -que parecía moverse por primera vez en siglos- y se metió a su casa. Cuando se quedó solo, volvió a ver lo que había hecho, pero esta vez sentía como si le apretaran la garganta y le dolió ser un chamaco cabrón. Le dolió la serpiente y el impacto de los tabiques. Le dolió haber obedecido así.
Cuando regresó a su casa, estaba dispuesto a los castigos que fueran, pero ninguno le pudo quitar de la memoria la imagen de aquella viborita sin nombre.

domingo, 15 de agosto de 2010

Que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno

Un día te voy a poner más acentos de los que te corresponden para que pierdas la noción de tu sílaba tónica y ya no distingas ni tu nombre, ni sepas cómo te pronuncias, ni voltees cuando alguien más te llame, ni te reconozcas en los documentos oficiales que dan fe de la legalidad de tu existencia.
Te escribiré con mala ortografía para que nadie te crea y pierdas el decoro sin entender cómo pasó. Y te dejaré las mismas letras en el orden que corresponde para que no encuentres el daño.
Para que me llames; para que me pidas que te diga en mis labios, y por fin, te vuelvas a encontrar.

domingo, 8 de agosto de 2010

La reina que enfermó de desierto

La reina enfermó. De momento, nadie sospechaba la causa. Las razones se supieron cuando fue a consultar el médico. Él le pidió que se desabrochara el traje.

-Imposible.
-Necesito auscultarla por completo. Si no pruebo con el estetoscopio, no sabré lo que sucede con sus pulmones, ni con su corazón, ni con el resto.

La reina lo miró de muerte; le pidió todas sus identificaciones. A él le pareció extraño pero así lo hizo. También le lanzó una serie de preguntas que respondió más por miedo que por profesionalismo. Así se enteró ella de que a él le gustaba armar rompecabezas, de que de vez en vez viajaba tres años luz de distancia nada más para relajarse, de que acostumbraba dos pedazos de queso por las noches, que le gustaba el color violeta, que de niño se fracturó el brazo derecho, que le gustaba el otoño y detestaba que las estrellas se pusieran en huelga.

-Es que este es mi traje de inmunidad de acero.
-Pero yo no le voy a disparar.

Ella no dijo nada.

-Su majestad, es absolutamente necesario.

Ella no renunció a su silencio y él intento escuchar su respiración a través del traje antibalas, pero le fue imposible.

-Es que sólo con él puedo cerrar los ojos, tragar arena y abstenerme del agua.
-Su majestad... ¿no toma agua?

Ella no dijo nada. Él le miró las pupilas y revisó sus oídos. Tampoco pudo tocarle el cabello. Ella no se dejó. Ella no dijo nada.

-¿Qué le duele?
-Todo.

No obtuvo más respuestas a pesar de todas las preguntas de rutina.

-Su majestad... si usted no me lo permite, no podré hacer nada.

Ella permanecía impasible. Se levantó. Salió y viajó tres años luz para ver si se relajaba. Se quedó suspendida al filo de un sistema solar cualquiera. Cuando regresó a su respectivo astro, se le veía más cansada. La tristeza de los ojos no se había disipado.
Su majestad moriría, pero no se vulneraría ante nadie. Que la enterraran con el traje de inmunidad de acero, fue su último decreto. Antes de que ella dejara escapar el último suspiro, el planeta entero guardó silencio.

sábado, 7 de agosto de 2010

Disertaciones en torno a los venenos

Mi señor, cuidado con los celos.
Es el monstruo de ojos verdes que se
divierte con la vianda que le nutre.
Yago (en el precioso tercer acto de Otelo)

Las explicaciones para ello sobran. No hay quien pueda hacer entrar en razón a un celoso. Para serlo no se necesitan motivos, sólo el ímpetu y el deseo de la posesión absoluta: sin intermediarios ni términos medios. Todo (absolutamente todo), sin lugar a la negociación. Lo que detona la celotipia es lo de menos; la verdadera importancia radica en la furia que se desata a la menor provocación. La inocencia o culpabilidad del otro de nada sirven cuando los demonios sacuden la tranquilidad, muerden la confianza y siembran sospechas. Cuando eso sucede, no hay vuelta atrás. Es entonces que se conoce el infierno en su más vulgar presentación. Las certezas parecen inalcanzables, el insomnio desgasta los ánimos y la sensación de pérdida envenena el espíritu. El ser humano más sensato se convierte en un perro abatido que busca con rabia olores ajenos, sonrisas de muerte, júbilos extraños, roces distintos, escondites amueblados, preferencias fuera de lugar, errores pequeñísimos. Los celos nos regresan a la fiera que nuestro grado evolutivo nos prohibe. Perdemos el carísimo control de nosostros mismos. Con ello se nos va el sosiego, la paz, el decoro, la convicción, el sueño, la miel, la belleza y la vida. También la vida. Imposible soltarse de la cólera y de la impotencia. La duda parece estar en cada esquina: afuera, percudiendo los paisajes, opacando los colores, ensuciando los recuerdos. Sin embargo su verdadero lugar está dentro: en las venas, en la médula, en los nervios, en los ojos, en el vientre, en el sexo, en la garganta... en el núcleo de cada maldita célula, y ahí, es casi imposible de sacar.

martes, 3 de agosto de 2010

Srita. Peligro

Me callaré para que grites. Esperaré a que mueras. Pensaré cuidadosamente en el epitafio. Tendré listo el luto y el llanto para que nadie sospeche nada. Y cuando todo termine por fin, tendré una verdadera razón para llorar.