sábado, 31 de julio de 2010

Nómada

Veo la lista y me pregunto cuál será mi nombre y cuál de todos estos, mi rostro. Observo a mi alrededor y veo a aquellos que se buscan con la esperanza que pende de un hilo. Debe ser muy importante. Son muy jóvenes. He aprendido a no espantarme. Aquí será difícil. Todos están muy concentrados en esto de encontrarse. Están muy distraídos con su júbilo; los que no, se siguen buscando o se van. Alguien, alguien, alguien, alguien. Por favor, alguien. Cálmate, recuerda: cuando te calmas, puedes recuperar tu nombre.

R. transitaba el lugar de un lado a otro para caminar en los pasos la ansiedad. Buscó a alguien de entre todos ellos. Había una mujer que observaba todo sin emoción. Decidió que era la más indicada.

-Disculpe, dónde estoy.
La mujer lo miró.
-¿Perdón?
-Es que no sé dónde estoy ni tampoco si debería de estar ahí- Al decir esto, R. señaló las listas de admisión.
-Eso es imposible. ¿Cómo llegó?

A R. se le hizo un nudo en la garganta. Tenía la sensación de que no era la primera vez que se avergonzaba por no saber su nombre, ni su lugar, ni la manera de cómo había llegado a donde estaba. También tenía un vago recuerdo de haber aprendido a conservar la calma. La mujer se conmovió. R. tenía la mirada vidriosa y respiraba como si tratara de calmar las náuseas.

-¿Cómo se llama?- Preguntó con una naturalidad que se convirtió en espanto al ver la desolación en los ojos de R.
-¿No sabe su nombre?

A R. le rodaron las lágrimas y trataba de tragarse los sollozos pero tuvo que esconder la cara entre las manos. Ella le acarició el hombro, y afortunadamente, le dijo que llorara todo lo que quisiera. Entonces el llanto de R. se hizo cada vez más fuerte; sus sollozos se convirtieron en algo que parecía el viejo aullido de un perro. Ni siquiera sabía qué decir. Lo único que tenía y conocía era el desamparo. También tenía la sensación de que no era la primera vez que se sentía así. Cuando logró calmarse, lo llevaron a la delegación.
Después de una revisión médica en la que no pudo decir nada de sí ni del tiempo que había transcurrido, se buscó en los rostros de las actas de extravío y ausencia. Ante todas esas fotos se sintió como acompañado: esos seres humanos (no los de carne y hueso que se movían a su alrededor) también conocían el desasosiego que espanta toda oportunidad de cerrar los ojos con tranquilidad.
Fue trasladado al centro de atención a personas extraviadas y la angustia le demostró lo hábil que era para salir a buscar por sí mismo. Cuando alguien se escapaba, la apatía de los demás le protegía: ya eran muchos, no había espacio y a los más ancianos nadie los iría a buscar.
Tres meses después regresó de la misma manera: por su propio pie. Esta vez con la barba más larga, el cuerpo más sucio y el espíritu más débil. Lo que R. no habría visto a sus 68 años; afortunadamente para él, por más terrible que fuera, no quedaría nada de ello en su memoria.

Era martes. Sabía que era martes porque lo preguntaba constantemente. En cuanto se le olvidaba, volvía preguntar. Ese día llegó una mujer como de unos 35 años con un parecido irremediable en los ojos aceitunados, en la nariz aguileña, en la boca pequeña y en el desamparo de la mirada. Se quedó frente a él con un silencio que era el mudo testimonio de todas las sensaciones encontradas. Ni siquiera sabía lo que sentía por un hombre al que había dejado de ver hacía veinte años. Todo indicaba que su abandono no había sido voluntario, que el tiempo había hecho mella en su lánguido cuerpo, en su fragilidad de espíritu... en el conveniente olvido de su papel de padre de familia. Después de infinitos minutos pudo articular la primera palabra que hasta a ella misma le parecía inverosímil:

-¿Papá?

R. la miró con esperanza y extrañamiento a la vez. Entonces R. lloró cuando algo pareció iluminar su memoria. Ella tenía unas ganas infinitas de escuchar una pregunta que le ayudara a encontrar la palabra indicada para empezar a contar veinte años de ausencia. Y entonces, cuando él recobró el aliento, por fin pudo preguntar.

-Disculpe ¿Qué día es hoy?

Éxodo

Éxodo: (Lat. exodum). Emigración en masa de un pueblo

Hay veces en las que te quiero más que de costumbre. Nunca he sido una persona equilibrada. Busco en los pliegues. En algún lugar debe haber algo de mí. No puedo desaparecer así como así. Se oye tu voz y pierdo la noción del lugar en el que me encuentro. Es cuando tengo que torcerme en busca de mí: para no perderme de vista, para no quedar emparedada entre palabras que no son mías, entre deseos que ni por asomo me pertenecen.
Huyo de tus ojos. Me aferro a lo que que tengo que no es nada: sólo las líneas que me suceden. Te tengo, pero la historia contigo es corta y yo necesito escribir más. Mucho más.

jueves, 22 de julio de 2010

Otro poquito...

Como sin aire. La cama no me deja levantar. Debe ser mi telúrico pasado. El 24 de octubre de 1980, a las 8:33 am, tembló. Cuenta la leyenda que yo estaba plácidamente acomodada en el capullo de carne que era mi madre. Fue una cesárea y yo apenas haría mi transición de un lugar a otro cuando la tierra se sacudió. Como la plancha donde estaba recostada mi señora madre no se podía mover y la lámpara del quirófano se tambaleaba peligrosamente, el doctor me sacó de un tirón sin preguntarme nada. Por supuesto, estallé en un reclamo de llanto que sólo se quedó a escuchar el obstetra; de las enfermeras no quedó una sola.
Creo que eso explica los arrebatos y la crónica gana de quedarme entre las sábanas un poco más de tiempo. Que nadie me mueva; que me despierten sin sobresaltos. Que esta mañana no tiemble, que nadie escape ni salga corriendo. Prometo tomarlo con calma, pero sólo un poquito más... Un poquito más aquí acostada. Por favor.

lunes, 19 de julio de 2010

Al fondo a la derecha...

Sabemos bien, querido lector, de eso que no puede usted comentar tan fácilmente. Sabemos que ante cualquier comentario que raye en lo extraño, corre el riesgo de perder credibilidad y decencia. De ello, pues, nos hemos encargado: no tendrá usted que hacer confesión alguna, ni tener que externar sus sospechas, ni decir en voz alta la verdad que presiente. Esperamos que estas afirmaciones le reconforten.
La búsqueda de la privacidad es un pequeño tesoro más valioso de lo que parece. Que usted se sienta traicionadamente acompañado cuando entra a un baño, a un clóset, a hurtadillas a una cocina, a un dormitorio (propio o ajeno) sin saber a quién culpar, tiene una razón de ser y esperamos que el descubrimiento de sus hondísimas conjeturas no le cause desvanecimiento alguno.
Por hoy, sólo le podemos proporcionar información sobre el cuarto de baño. De los otros rincones, nos reservamos el derecho de proporcionar datos después.
Lo que usted hace ahí, es fácil de deducir. Donde hay un excusado, la imaginación difícilmente llegará más allá de las necesidades fisiológicas que tenga que atender su cuerpo. Sin embargo, hay quien (como usted temía), conoce cada detalle: movimientos, esfuerzos, delitos, indecencias, urgencias, escondites, costumbres... En suma, todo lo que sucede, pero con una observación de filigrana abominable.
Lo primero que tiene que saber es que es del sexo femenino (el nombre no se lo diremos por temor a evocar este relato cada que conozca usted a una mujer llamada…). Antes de ser lo que ahora es, no podía reprimir ese comportamiento sexual poco habitual (parafilia le llaman los especialistas) que parecería tan inocente o al menos, inofensivo. Ella gustaba de mirarlo todo en ese lugar: los actos cotidianos de limpieza, los escatológicos sucesos después de los alimentos, los secretos inesperados de los más honorables... Es algo que nadie le pudo controlar. De pequeña se subía a las sillas, después lo hacía de puntas, hasta que alcanzó la altura más cómoda. Posteriormente, tuvo que encorvarse, dependiendo de la puerta en cuestión: las cerraduras, aunque incómodas, eran la mirilla a un placer que no se preocupaba por esconder. Mejor era no probar las nalgadas para darle un escarmiento (para qué despertar naturalezas propensas a la perversión). Sólo se le regañaba y se le quitaba del lugar reprobable en el que se acomodaba. Los años agudizaron sus impulsos y los comentarios más puritanos nunca sembraron vergüenza en su proceder. La privacidad de los otros (incluyendo la suya, carísimo lector, lamentamos decirlo) era algo que devoraba con los ojos como si tuviera hambre de placer ajeno.
Así, una madrugada después del espectáculo que involuntariamente le dio el abuelo, que andaba de visita, quedó absolutamente sorprendida. Ahora quería verlos todos. Todo y a todos. A todas también. Cada noche, mientras los otros rezaban por los familiares en desgracia, por la paz mundial o para aplacar angustias punzantes, ella pedía con desmedido fervor, poder verlo todo en aquél lugar en el que pasaba casi cualquier cosa. Lo deseaba con el corazón apretado y la esperanza de pie ante lo absurdo. Así pasaron algunos años, pero su espíritu era incansable.
Entonces sucedió. Soñó con una lluvia de imágenes de gente que entraba y salía. Una tras otra sin percatarse de su presencia. Gente de todas las razas, complexiones, tamaños, edades y géneros. Que nadie la despertara por favor. Que nadie la sacara de ahí, deseaba desde el sueño hecho realidad. Nadie volvió a decir su nombre por la mañana. En un momento se percató de que una mano iba hacia su cara. Pensó que estaba a punto de despertar, pero no. Sintió un torzón extraño, pero sin dolor. Luego otro, después otro y otro. Poco a poco, entendió lo que había sucedido (no sin sorpresa, por supuesto). Se acostumbró a girar a la derecha sin problema alguno. No tenía idea de cómo, pero lo había logrado. Estaba en todos los cuartos de baño al mismo tiempo. Nunca nadie la volvería a quitar de donde estaba. Al contrario, se encontraba ahí para resguardar de cualquier entrada intempestiva. También por supuesto, a veces la acompañaba otro trastornado que se le asomaba por el orificio de la cerradura para ver lo que ella presenciaba en silencio absoluto.
No se ruborice, estimado lector. Ella no le comentará nada a nadie, con contemplarle a usted en silencio, le es suficiente.

miércoles, 7 de julio de 2010

Con las alas puestas

Sólo sé que tengo que cerrar los ojos; que tengo que esperar. Observar bien la trayectoria para saber cómo llegarán los golpes. No enojarme. Que no debo perder el preciado tesoro de mi sonrisa que siempre me salva. Que las promesas son transitorias, nunca definitivas. Sé que puedo reinventarlo todo: los besos, los pasos, las historias, las miradas. De repente me siento enamorada de lo que sea. Como si volviera a ser inocente. Como sin ganas de estrellarme contra quien se me acerque. Como del color de los sueños. Amable, querible, estrujable, inofensiva, suave. Muy suave.

lunes, 5 de julio de 2010

Des(a)tino

Lo sé. La encontraré a la salida del café. Llevará puesta una gabardina color hueso porque ese día hará frío. Usará tacones −cómo me fascinan los tacones− y seguro que debajo tendrá un vestido entallado. Será morena, de cabello negro, suelto, ensortijado y un gran bolso que esconderá lo necesario. Sabrá que soy tímido y que tendré miedo. Se acercará a mí. "Nadie va a lastimarte", me dirá con voz suave. La miraré sin saber qué pensar, con el deseo latente de que sea cierto y también de que no lo sea. "Es una mera formalidad" responderá amable ante el extrañamiento de mi expresión. No podré articular palabra y ella lo sabrá. En cuanto sepa el efecto de su mirada no me la quitará de encima. Empezará:

−Dirás tu apellido cuando quieras que pare.
−¿Mi apellido?
−Sí.
−Eso es muy personal.
−Esa es mi regla.
−Preferiría decir algo más... menos mío.
−¿Entonces?
−Diré... rojo. Sí: diré rojo.
−¡Cuánta creatividad! Supongo que sabes lo que esto te va a costar.

Volveré a tratar de entender.

−Desobediencia.− comentará.

Respiraré hondo; no estaré seguro de seguir caminando hacia el lugar acordado. Me habrán dicho que todo estará como lo pedí, incluyéndola a ella.
Subiremos por el elevador. Ante la puerta 407 que me parecerá inmensa le confesaré:

−Tengo miedo.
−¿De?
−De que nada vuelva a ser igual.

Suspirará y aseverará satisfecha:

−Sí, esto no es igual, afortunadamente. De eso se trataba.

Entrará decidida y yo me quedaré en el umbral.

−Aún te puedes ir. No me sorprendería. Los cerdos son así.

Pensaré que no entendí sus últimas palabras.

−Sí, los cerdos como tú. Los ordinarios cerdos como tú.

Apretaré las mandíbulas. Entraré. Cerraré la puerta con cerrojo.

−Te pones este pañuelo en los ojos y luego te desnudas. Ya estás aquí. Solo te dirigirás a mí si yo hago preguntas. Lo que tengas que decir no me importa.

Sabré que algo así pasaría pero no estaré listo para escucharlo. No podré evitar cerrar los puños.

−No me gusta decir una orden dos veces, así que pon mucha atención...

Poco a poco dejaré de escuchar. Me costará creerlo. En mis oídos sólo entrarán como balazos las palabras cerdo, esclavo, insecto, perro, imbécil... Me dolerá algo. Sabré entonces que, en efecto, nada será igual. Me perturbará la sensación de estar completamente desnudo ante una mujer que no parará de insultarme, que querrá que me hinque, que me tomará de los cabellos para humillarme. Será demasiado. Yo habré sido hasta entonces un hombre ejemplar sin nada; futuro jefe de familia que después de haber cruzado esa puerta se convertiría en todo eso que ella decía. No podré entender ni querré hacerlo. Ella seguirá serpenteando insultos ante mi impavidez y entonces súbitamente se detendrá. Me dirá con amabilidad que no estoy listo. Me quitará el pañuelo de los ojos e intentará decirme algo, pero será demasiado tarde porque no soportaré la compasión; porque yo no podré vivir con la compasión de una mujer que se cree superior a mí. Apenas me ponga la mano en la espalda para darme unas palmaditas me sentiré como el estúpido más mezquino del mundo y sin pensarlo le daré con el puño en la cara. La inmovilizaré con el antebrazo en la garganta y ella pedirá auxilio. Le gritaré "¡Cuánta creatividad!". Le devolveré los insultos que me escupió mientras termino con la belleza de su finísimo rostro a golpes contra la pared. No podría hacerlo de frente porque sé que no toleraría su mirada. Intentará pedirme perdón pero el tronido de sus cervicales se escuchará primero. Me volveré a sorprender de su fragilidad. Desearé tener más ira pero me vencerá la impresión del desastre. Entonces me sentiré más desnudo que nunca. Me vestiré con dificultad porque me temblarán las manos. Saldré a toda prisa. Mientras camine presuroso me diré que yo no soy un perro ni un esclavo ni un insecto ni un cerdo ni un imbécil. Trataré de convencerme, pero entre más me lo repita, sabré que nunca había estado tan convencido de lo contrario.

viernes, 2 de julio de 2010

Disertaciones en torno a una diosa que espera

En el afán de entender el lado menos conocido de los que se nos parecen por su desgracia, hoy toca el turno a Hera. La diosa destinada a ser la histércia de la mitología griega, la celosa insufrible que no sabía ni podía controlar su ira. Todas las versiones coinciden (la excepción, como siempre, se da en la versión para niños desprovista de sangre y verdad): que hacía pedazos a todo aquél del que sospechara y también, que tenía por marido al dios más petulante del Olimpo.
Que Heracles sufrió sus constantes intrigas y que Eco -famosa por contar las mejores historias de todos los tiempos- fue encerrada en los bosques destinada a repetir la última palabra de los hombres por haber hipnotizado a Hera mientras Zeus gozaba de quién sabe cuántos cuerpos.
Que era una diosa implacable que aplastaba al que le hiciera dudar.
La diosa del hogar y la familia; la misma que aventó a su hijo Hefestos al mar por haber nacido con una fealdad insultante (ahora nos explicamos tanta disfuncionalidad).
Hay que notar que había razones para estallar a la menor provocación: Hera esperaba. Todo el tiempo, fue una diosa a la que le tocó esperar. Una hembra que tenía que vivir con el presentimiento de saber dónde se encontraba aquél que la enloquecía.
Lo que pocos saben es que Zeus y Hera eran gemelos. Que Zeus tomó, justo a su idéntica (además de haber violado antes a su madre Rea, por supuesto) como compañera de vida, de la que no se podía separar a pesar de la delicia de todos los otros sexos que probaba por el mero gusto.
Lo que pocos saben es que Hera fue una hermana, que por compasión a un animal abandonado al que acogió en su seno, sufrió el ultraje de caer en la cuenta de que aquél era en realidad su hermano dispuesto a penetrarla por la fuerza. Y así lo hizo. (¿A quién le queda el mínimo de compasión después de eso?). Poquísimos saben que se casó por vergüenza y que la noche de bodas duró 300 años. Cualquiera quedaría con los nervios muy delicados después de una noche así.
No nos sorprendamos pues de sus dolorosísimos y furiosos arrebatos. Uno, como quiera que sea, tiene un Dios en quien creer o confiar... ¿pero ella?