domingo, 26 de septiembre de 2010

Lejos

─Tan lejos como sea posible, por favor.─ Dijo cuando se subió al taxi. El conductor no dejaba de sorprenderse. Parecía que la vida le había dado esa encomienda: la de salvar a las personas de algún instante agónico. Sabía que tenía que acelerar. Parecía que con la velocidad, no sólo se llevaba a su paso los kilómetros, sino también la ansiedad de los pasajeros. Al menos ellos tenían esa sensación. Por experiencia sabía que era mejor no arriesgarse a poner música: los gustos eran tan diversos como los motivos para escapar subido en un taxi con un nudo en la garganta.
Lágrimas. Había visto tantas que había perdido la cuenta. Como nunca tenía la palabra precisa, iba equipado con una buena dotación de pañuelos; un detalle así siempre era bienvenido. A veces hasta lograba una sonrisa.
Ella vio su tarjetón: "Caronte Del Río".
¿Caronte?
Él asintió subiendo los hombros y con los ojos buenos:
─Uno se acostumbra a su nombre, señorita. Qué le voy a hacer.
Ella apretó la mandíbula. Volvió a llorar.
─Usted me dice cuando quiera que pare.
─Parece que eso no es posible.
Él sólo la vio por el retrovisor para preguntar con el gesto la razón.
─Detenerse parece un milagro reservado para quién sabe quienes.
Cuando cambió el paisaje, ella prosiguió:
Yo, por ejemplo, me duermo pensando que amanecer no es necesario. Que quien sea que decida despertarme, podría evitarse la molestia. Sin embargo despierto. Siempre.
Él supo entonces que cualquier destino era absurdo. Que a donde sea que fuera, sería ridículo llegar porque al fin y al cabo siempre llegaría al mismo lugar, así que decidió arriesgarse:
─Entonces, cierre los ojos.
El chofer aceleró y nunca se detuvo.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

De naturaleza inaudita

Siempre me dio por buscar el mar en medio del desierto. Por amar con la fuerza de los golpes. Por aferrar los dientes para dejar las marcas lo suficientemente profundas como para no perder el camino de regreso. Siempre me aventé al vacío con la fe de un pájaro. Desmembré los cuerpos con metodología rigurosa. Exploré tierras prohibidas con la convicción del conquistador que lleva la verdad absoluta. Escarbé túneles infinitos para escapar en el momento preciso. Maté al que se me pusiera enfrente con el puño en alto.
Siempre. Sin excepción. La perfección es una cosa de todos los días. Sin opción. Sin perdón. Sin consideración. Sin descanso.
El único problema es que a donde quiera que voy huele a tristeza y a veces siento que la furia ya no me alcanza. Entonces vuelvo a abrir el código y me lo repito gritando y con sangre: Siempre. Sin excepción. La perfección es una cosa de todos los días. Sin opción. Sin perdón. Sin consideración. Sin descanso.
Las fracturas no importan. Al fin y al cabo nací desnuda, estoica e inmortal.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Mine y los códigos secretos de todas partes

Minerva siempre entendió el mundo más rápido que los demás. De ahí su prisa por querer cambiarlo lo antes posible. Siempre fue la primera en sentir hambre, en buscar los colores, en sonreír para la cámara, en dejar los pañales, en amarrarse las agujetas y por supuesto, la primera en leer.
Sin saberlo, empezó a descubrir por sí misma el código que escondían los pequeños símbolos en las cajas de cereal, en los espectaculares, en los letreros grandes y pequeños. Así, abrió los libros de su hermano. Primero reconoció a la e en la breve sonrisa de la grafía. La i que parecía una mujercita muy digna con esa cabecita. La u como su columpio. La o que siempre tenía la boca abierta. La a que era la esposa de la o... Era la única manera de explicarse esa rayita que la hacía ver tan propia (pero por su pancita era obvio que era su esposa).
El camino con las consonantes evidentemente fue más largo y elaborado. Como Minerva no daba lata por andar metida en las líneas, no le ponían mucha atención y se mantenía concentrada en su misión. Primero monosílabos completos: sol, yo, mi, sal, pan. Después un poquito más: pa-pá, to-do, ca-ma, cu-na, mi-ma... ¡mi ma-má me mi-ma! Todo iba muy bien hasta que algo pareció estar fuera de lugar:

"... que quede listo para mañana"
Se fijó en más páginas y observó lo mismo... La señora "p" miraba al otro lado. ¿Por qué? ¿Quién lo había hecho? Entonces Mine se acordó cuando fue por primera vez a la playa y por la naturaleza indomable de su curiosidad, fue la primera no sólo en intuirle el peligro al mar, sino también en escuchar el acento de los costeños. Los costeños... los costeños. Lo entendió todo. Eso que leía lo habían escrito los costeños. Así todo cobraba sentido:
"...pue puede listo para mañana"
Se oía raro pero así hablaban ellos. Además, esos "pue" estaban por todos lados...
"pue me digas la verdad"
"pue llegue temprano"
pue baile, pue baile!"
Le daba gusto que los costeños fueran personas que escribieran tanto.
La verdad vino en primero de primaria y ya los textos no le sabían igual: les faltaba música.
Tal vez por eso ahora no deja de sonreír cuando va al mar.

viernes, 10 de septiembre de 2010

El reptil de las páginas

Creo que a fuerza de lidiar con los límites de la imposibilidad me están saliendo escamas. Mis ojos atraviesan el tiempo. Estoy aquí y allá. Soporto sin dolor lo inconcebible. También me pasa que han cambiado mis periodos de humedad. En mi cama, las sábanas de musgo me mantienen a temperatura ambiente. En mi sótano, la falta de luz me mantiene despierto.
No recuerdo el nombre de nadie pero conozco todos los detalles históricos de las grietas en cada piel.
Mezquino y sagrado. Lineal y rebuscado. Omnipotente y vulnerable.
Me estoy convirtiendo en no sé qué. No me reconozco, me intuyo.
Me inventaré un nombre. Me construiré un castillo. Y cuando esté a punto de caer, me echaré a volar. Incendiaré reinos enteros con el fuego de mi boca, y cuando me canse, me iré a cuidar la virginidad de una princesa. Nunca me comeré a los valientes. Para que se vayan no hace falta mucho, sólo decirles la verdad.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Sosiego a prueba de realidad

Abrí los ojos y supe que sobreviví. Vi que las montañas ya no estaban ahí y que tendría que volver a empezar. Está bien. Así puedo reacomodarlo todo: las horas, las rocas, la luna, los cuerpos, los verbos, la vida.
Sí, estaré ocupada pero esta vez ya no quiero que me salgan serpientes de la cabeza ni cuchillos en los pies. Seguro que si lo tomo con más calma, este monstruo que aúlla desde siempre puede empezar a tararear una canción en lo que vuelve a poner los peñascos en su lugar. Sólo es cosa de recordar la melodía a pesar de la noche, a pesar de la lluvia, a pesar de los golpes.
Que no hay mapa, que los lugares parecen inabarcables, que las corrientes parecen indomables. Está bien. Sólo es cosa de no dejar de tararear.

lunes, 6 de septiembre de 2010

De las costumbres malditas

Se quería quedar enterrada entre las cobijas. Decidió que se quedaría en casa. Se reportaría enferma. Necesitaba descansar, pero el despertador sonó a las cinco de la mañana como siempre. Lo apagó. Cerró los ojos y trató de amanecer tranquila. Imposible. Sucedió lo de siempre: llegaron las serpientes del deber y se azotaron como látigos sobre su cama. La levantaron a mordidas. Le apretaron el cuello cuando intentó aullar. Insultos de lengua viperina en sus oídos, en su itinerario del día, en los pendientes que le envenenaban las esperanzas de dormir, de reconstruirse, de regenerarse.
Así empezó a prepararlo todo: el boiler, las toallas, la bolsa, el café, las prendas, la cara. Pero esa mañana no pudo encontrar la sonrisa. La buscó por todo el espejo, en cada cajón, en el refrigerador, en las macetas, en el cielo de la mañana. Entonces vio su reloj y el horror fue inevitable: ya estaba vieja.

jueves, 2 de septiembre de 2010

La historia insospechada de...

Que no cerrara las fauces, era la consigna. Pudo resistir un tiempo, pero siempre con ese dejo de ansiedad. Apenas sentía las finísimas hebras entre los dientes, le ganaba el ansia. Primero se comió a una niña. Como no dejó rastro, nadie pudo sospechar. El problema vino cuando se comió a una princesa que tenía la mata de pelo más dorada que nadie. Sentía que le iluminaba la boca y la cerró. Se quería quedar con la luz de los cabellos, pero las criaturas peines no están hechas para eso. Está de sobra decir que fue castigado.
Antes de él, ningún otro lo había intentado. Todos se quedaban quietos, cumpliendo con su deber a fuerza de domar los impulsos más primarios. Él no lo pudo evitar y sin indulto, le plastificaron. Le quitaron el filo de la dentadura y la mandíbula que amenazaba a las cabezas más desmelenadas. Le empequeñecieron el tamaño y le aplanaron el espíritu. Desde entonces, se queda con lo que puede de los cráneos que tiene a la mano. Él espera. Espera con paciencia. Tal vez algún día todo vuelva a la normalidad.