sábado, 24 de septiembre de 2011

Caro o la adelita de los últimos tiempos

Hay a quien las estadísticas no importan o afectan; aquellos para quienes los horizontes son más extensos que las malas noticias. Esos que parecen tener una aventajada negociación con el tiempo, o que tal vez han aprendido a exprimirlo todo a fuerza de tanta curiosidad. Personas que parecen torbellinos y que gustan de controlarlo todo desde el ojo del huracán.
Caro vive así: de un lado a otro, a toda velocidad, multiplicándose, dividiéndose, llenando a tope cada una de las horas que tiene el día. Caro es de la raza de los trepidantes, de los que cabalgan a brazo partido con sus dos trabajos y la carrera que se paga a sí misma en una escuela privada. Necesito presión, me dice. Eso no lo cuestiona nadie, de otro modo no habría manera de compartir la cotidianeidad y el techo con el hombre al que abraza y con dos amigos que le ayudan a amenizar el precio de la renta. Caro supo mover las montañas de la fatalidad y le dio por caminar sin escrúpulos, sin pretextos y sin prejuicios. Sin nubarrones de por medio.
Es de los sabios que saben amar los domingos porque cumple una jornada de siete horas de escuela seguida de otras cinco en el trabajo, a lo que se le añade el tiempo que hay que invertir a las tareas para el día siguiente. Nacida en el seno de una familia de mercadólogos, tiene el don para administrar las aspiraciones, las necesidades primarias y hasta el ocio porque, pese a todo, ha encontrado un lugar para ello.
Pareciera que su nacimiento auguraba su manera de transitar la vida: fue parida un lunes a las 6:05 am; como si hubiera sido dada a luz para abrirse paso el primer día de la semana desde temprano, para limpiarse el pesimismo, para levantar un imperio. Y así lo ha venido haciendo desde hace 23 años. Hay que mencionar que llegó en medio de la primavera; tal vez eso explica su naturaleza frondosa de caderas, la simplicidad de la risa y los múltiples colores en su sentido del humor.
Carolina se le ha sublevado al destino. Como nada le ha dado una prueba contundente de la existencia de Dios, tiene depositada su fe en todo lo que ella es capaz de hacer. Seguro que si Dios existe, está orgulloso de que algunos de sus hijos le dejen de echar la culpa del valle de lágrimas que cada uno se ha construido.
Aunque la quietud parece no tener un lugar en su amplísima mochila, el sueño es una trinchera de cinco horas de la que no puede prescindir para funcionar con los ojos bien abiertos y el espíritu vigilante.
Carolina Rivas Villegas es de las que estudia y trabaja; la némesis de los ninis que se pican los ojos para no llorar. Tiene bien clara la consigna de no mirar atrás para no convertirse en estatua de sal. Será por eso que le cabe tanta lontananza en la mirada.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Mirar con las puertas abiertas

¿Quién mira la cantidad de puertas que se atraviesan diariamente? Entradas y salidas para llegar o partir; lo importante es atender las necesidades del día. Las puertas, el transporte, los puestos de periódico, los baños públicos, los elevadores… todos son aleatorios, fortuitos, falibles, olvidables. Lugares de paso en los que permanecer no sólo es inconcebible, sino estorboso. Sin embargo, si uno se detiene, si uno mira con los ojos bien abiertos, se percatará de que hay quien tiene como misión permanecer ahí. Estar para las necesidades efímeras de los que vienen y se van. Están los que se quedan, los que abren y cierran. Ahí, donde uno ya no mira, hay alguien más.
Se llama Juan. Yo sé que se llama Juan pero pocos saben su nombre. Juan Sánchez Guzmán, para ser exactos. Lleva once años en la misma puerta de la misma institución. La gente entra y sale; él permanece. Algunos le dan el buenos días, hay quienes le sonríen; también están los que pasan de largo sin el mínimo de cortesía, esos que tienen el síndrome de yo soy el ombligo del mundo. Como sea, él siempre permanece amable, servicial, con la sonrisa cordial pero moderada. Su respuesta inmediata ante mi petición de entrevista fue: Dígame, profe. ¿En qué le puedo servir?
Juanito (como le digo por las mañanas al saludar) llegó a la ciudad a los 17 años. Dejó Costa Chica en Oaxaca. Cuando dice su lugar de nacimiento, sonríe y cruza los brazos. Entiendo entonces que me estoy metiendo a una intimidad y que debo ser tan respetuosa como precavida. Uno nunca sabe; todos tenemos las heridas como minas: escondidas en el subsuelo, enterradas desde hace mucho, algunas listas para estallar, otras que ya no son peligrosas para nadie.
Su jornada de trabajo es de ocho horas; dos son para la comida. En la primera, como, doy gracias a Dios y después leo. Me gusta la Biblia. La mujer con la que ahora comparte sus días es testigo de Jehová, pero Juan no tiene religión establecida, sin embargo sabe de fe. La tiene y con eso le basta.
Como miles de minúsculos capitalinos, la travesía para llegar al trabajo es de casi dos horas.
Huérfano de madre desde los tres años, hijo de un campesino, nieto de un ranchero que vivió hasta los 113, padre de tres hijos, casado dos veces, amante de las caminatas solitarias −el lugar es lo de menos, lo que importa es el recogimiento. Cuando le pregunté por una de sus experiencias más gratas en el Distrito Federal, lo único que dijo después de buscar en los 41 años que lleva aquí, fue: Ora sí me la pone difícil. Sin embargo, sonrió. Me volví a percatar entonces de que, efectivamente, Juan es un hombre de fe. De los que tienen la mirada transparente y la presencia discreta, de los que tienen la valentía intacta. De esos que valen su peso en oro; de los que llevan la honestidad en las palabras y en los ojos; de los invencibles.

martes, 6 de septiembre de 2011

El oficio de la tinta en la piel

Hay señales que el cuerpo trae de nacimiento; otras que con el paso del tiempo desaparecen o se acentúan. Están los rastros que dejan otros cuerpos, otros climas, algunas intervenciones para sanar lo que hay dentro o aquellas que son la imborrable huella de una caída, de algún objeto filoso, de algún accidente que se nos atravesó en el camino o que, literalmente, nos atraviesan en el camino.
Hay marcas que están por un tiempo; otras que se quedan con uno. Algunas que resultan un triunfo y en otros casos, motivos de vergüenza. Vestigios de lo que nos sucede; recuerdo inevitable que se niega a desaparecer.
Hay, sin embargo, otros signos distintivos que nosotros elegimos en su forma y contenido; con sus colores específicos y trazos gruesos o delgados; inteligibles al público en general o reservado para nosotros a manera de código secreto. Situados en lugares visibles o escondidos en los rincones propios de la intimidad.
Para ello están los dibujantes y escribanos del cuerpo; los que tienen por oficio el testimonio de la tinta en la piel. Tatuadores que desde el principio de los tiempos hemos necesitado para modificarnos.
Roy es uno de ellos. De pulso y precisión infalibles, de actitud relajada y con el cuerpo grueso poblado de paisajes y personajes alucinantes.
Aquí, en la ciudad de México, un día en que la casualidad estaba de su lado, mi querido Roy tuvo la suerte de ver entrar en su estudio a un hombre escoltado que le pidió un retrato del padrino en la espalda: un San Judas Tadeo. San Juditas, el santo de los casos imposibles y desesperados para que lo cuidara de las balas, que lo salvara de las emboscadas, que lo protegiera de los enemigos hijos de puta que pedían 30 grandes por su cabeza. Ante una petición así, imposible negarse.
-Está quedando rechula la carita del padrino, patrón- Decía el escolta que traía una mariconera Louis Vuitton guardiana de quién sabe qué cosas que seguro servían por si a alguien se le ocurría cantarles un tiro o sacarles una compañera bien cargada.
Como los machos, casi no se quejó. Atendía las llamadas de los tres celulares que sonaban.
-Negocios, m’ijo. Ya sabe.
Durante la sesión que duró cerca de dos horas, escuchó más de diez veces su corrido favorito. Y mi querido Roy, amante de las motocicletas y metalero de corazón que poco o nada sabe de corridos, nomás no acertó a decirme el nombre de tan significativa canción.
La indumentaria de su cliente era discreta pero cumplía con el cliché de las cadenas de oro de grosor inalcanzable, con la Santa Muerte y el santo antes mencionado por padrino e intercesor ante Dios nuestro señor.
La propina fue en dólares y para fortuna de Roy, el patrón quedó satisfecho. Le dijo que le llamara pa’ lo que necesitara sin dejarle número alguno.
Así esa noche, así la suerte, así el oficio. Así el peligro.