martes, 16 de octubre de 2012

Naufragio

No quiero. No quiero. No quiero.
Toda yo soy esta tristeza. Tanta que no puedo parar. Tanta que no puedo entender. Tanta que me cuesta moverme. Tanta que me cuesta concentrarme. Tanta que quiero volar.
Quiero unas alas. Quiero unas alas para salir de este laberinto. Aunque me queme en cuanto llegue al cielo. Aunque el aire me cueste la vida.
Darse la oportunidad de rendirse y renunciar. Dejar de naufragar en las certezas que me cuestan la sangre; navegar sin encadenarme al timón de las obligaciones y dejarme llevar por el canto de las sirenas mortíferas de este mar. Que el norte deje de ser el norte y que el sur deje de ser el sur.
Salir de aquí.

jueves, 11 de octubre de 2012

Hija de puta

La niña tenía cerca de cinco años y las escaleras estaban muy altas para ella. Seguro que desde arriba sentía que para bajar hacía falta mucha valentía. Le costaba trabajo y su esfuerzo era evidente. Bajaba de de uno en uno, mochila en la espalda y un cuaderno entre los brazos. La madre apenas llegó abajo se desesperó y empezó a tronar los dedos. Supongo que le encontró el chiste porque, sin decir nada, subió hasta la niña para tronarle los dedos en la oreja. No dejó de hacerlo hasta que la niña, cada vez más nerviosa, bajó el último escalón.
Entonces me es inevitable pensarlo: qué hija de puta es la vida. Qué hija de puta.

martes, 9 de octubre de 2012

Las suposiciones de esta noche

Llueve en la ciudad y, en estos tiempos, todos terminamos empapados. Vemos llover y llovemos. El cielo se carga de nubes que apenas puede contener. Nosotros nos adjudicamos tareas que en cualquier momento pueden provocar una tormenta. Así es y la historia indica que así ha sido siempre. Que nos gusta llegar hasta el límite de nuestras fuerzas; ahí donde ya no estamos seguros de poder continuar. Como si nos gustara hablarle de tú al riesgo, como si quisiéramos escuchar el sonido de nuestro último aliento.
Y sin embargo, despertamos. Cuando todo parece haber concluido, cuando pudiéramos sospechar que ha pasado lo peor, despertamos para descubrir que lo insoportable es un poco más soportable cada vez. Con el tiempo aprendemos a conservar la calma y a perder la memoria. Será por eso que no sabemos envejecer.

lunes, 8 de octubre de 2012

Encajada

Ahora es así. A donde quiera que mire, el paisaje es el mismo. Cajas, polvo, pilas de esto y de aquello, bolsas de lo que se va, montones de aquello que se queda. Desorden. Lo que sigue es el caos. Meter la vida, apretarla; acomodarla como sea posible para que todo quepa en el reducido espacio que tengo disponible.
Tiro recuerdos al vacío. Uno no se da cuenta de todo lo que pesa la existencia hasta que tiene que moverse con ella de un rincón a otro.
No hay nada más devastador que una mudanza que no estaba en los planes del porvenir.
Entonces me da un ataque de ansiedad y lo tiro todo. Me quedo apenas con lo indispensable para moverme más rápido, para que todo acabe pronto, para que el peso no me quiebre. Así es como termino toda doblada a pesar de las precauciones.
Quisiera correr y que todo acabara. Quisiera abrir los ojos y tener una certeza que me dé la sensación de que conozco el rumbo de mi camino.
Nada. Ruido. Vuelvo sobre mis pasos con todo el peso que ha puesto sobre mis hombros el destino.
Lloro. Lloro en silencio para que ni yo me pueda escuchar; para que no lo perciba ni mi sombra. Para que Dios no se dé cuenta de lo mucho que me duele. Quiero pensar que no se da cuenta porque si es así, entonces es un poco más cruel de lo que yo esperaba. Más.
Y sí: yo lo entiendo todo. Puedo encontrarle la lógica, las causas y los efectos. Lo sé: a mí me caben muchas cosas en la cabeza. El problema es que tengo muy pequeño el corazón y sólo puedo albergar una sensación a la vez. Me inundo fácil; me desbordo a la menor provocación. Hago una tormenta por cualquier cosa.
Me empeño. Me empeño en organizarlo todo porque así me enseñaron. Intento fluir pero si me suelto, el río empedrado me lleva y me estrella. Por eso me empeño; para que todo regrese a su lugar lo antes posible.
Me detengo en seco. Escribo y me doy cuenta de la fatalidad: no tengo un lugar. No tengo un lugar. No tengo un lugar. No tengo un lugar. Lo escribo varias veces para entenderlo. Comprendo la oración. La estudio; le encuentro las categorías gramaticales porque así me enseñaron a hacerlo. La entiendo. Pero no me cabe en el corazón.