jueves, 21 de noviembre de 2013

48 mariposas

Allá afuera, el caos.
En algún lugar del mundo algo terrible está sucediendo; sólo basta mirar el periódico para ponerle nombre, fecha y lugar a la tragedia. A muchos kilómetros a la redonda, lo terrible. Yo -por fortuna- no estoy ahí en este preciso momento mientras escribo. Tampoco me sucedió una calamidad cuando fui a la tienda hace poco. Al salir, vi a dos mariposas blancas que muy cerca de mí hacían una danza que desconozco. Eso sí lo estaba viviendo en ese instante: era la espectadora de dos lepidópteras que seguramente pronto procurarían su reproducción antes de que la vida se les acabara. Me detuve para mirar. Como a mí me toca vivir más tiempo, tengo mucho quehacer así que tuve que seguir mi camino, pero esta vez me dispuse a contar el número de mariposas que me encontraría. Nunca lo había hecho. Conté 48 de ida y vuelta en un trayecto de 20 a 30 minutos. 
Que a uno le sucedan 48 mariposas en el camino no es algo excepcional; lo excepcional es que tengamos ojos para ello porque además hay que tomar en cuenta que en nuestra noción del tiempo, tan sólo tendrán unos cuantos días para volar, polinizar y reproducirse. Para ellas debe ser suficiente porque conocen bien lo que es no tener alas; porque tuvieron que esperar mucho para mirar al mundo desde otro lugar; porque desde antes del vuelo aprendieron a andar sin prisa.
Verlas en esa danza previa al apareamiento es una de esas casualidades que hay que detenerse a contemplar porque si resulta cierto aquello de que el vuelo de una mariposa puede generar un cambio al otro lado del mundo, entonces somos los mudos testigos de un pequeño impulso que el día de mañana será un monstruo o un milagro. 
Debo confesar que cuando salgo de casa me consuela un poco verlas volar porque entonces me es inevitable pensar que hasta el mismo caos está cambiando de lugar. Que no siempre será así. Que si ahora puedo verles las alas, tal vez algún día yo también pueda despegar. 
Metamorfosis, aquí estoy.




miércoles, 13 de noviembre de 2013

Mejor sobrevivir

El mundo es muy grande y nosotros muy pequeños. No hay misterio. Las razones para que los ojos se nos llenen de tristeza están en todos lados. Si nos descuidamos, en cualquier momento podemos dejar de sonreír permanentemente.
Sin embargo la vida sigue sucediendo y si abrir los ojos por la mañana no se considera un milagro, entonces corremos el riesgo de olvidarnos de lo verdaderamente importante. Sí: creo que ser el pez pequeño tiene sus ventajas... aunque estas también nos puedan parecer pequeñísimas.
Así pues, sin andar profiriendo verdades absolutas sobre la paz, la felicidad, la autoaceptación y bla bla bla, he decidido capturar un momento a la semana. Uno de esos que son como luciérnagas en medio de la noche. Uno en el que haya habido un poco de bondad.
Me doy a la tarea de tener los ojos nuevos para atrapar al menos un instante a la semana. Uno solo con todos sus detalles.
Las verdades absolutas ya están muy mascadas y repetidas hasta el vómito en las redes sociales; esas en las que uno puede quedar atrapado tantas horas al día como el aburrimiento o el morbo lo permitan. Prefiero quedarme con un instante pequeño que tal vez, algún día, me convierta en un incendio.
Y necesito hacerlo porque creo que en cualquier momento me puedo apagar. Sin melodramas ni avisos. Soy más sensible de lo que quisiera y el periódico no ayuda. Como me falta un filtro decidí empezar a construirlo por escrito. Tengo la esperanza de que, al menos una vez a la semana, podré encontrar un momento nuevo de bondad al que le pueda dar las palabras adecuadas.
¿Por qué no?