lunes, 19 de julio de 2010

Al fondo a la derecha...

Sabemos bien, querido lector, de eso que no puede usted comentar tan fácilmente. Sabemos que ante cualquier comentario que raye en lo extraño, corre el riesgo de perder credibilidad y decencia. De ello, pues, nos hemos encargado: no tendrá usted que hacer confesión alguna, ni tener que externar sus sospechas, ni decir en voz alta la verdad que presiente. Esperamos que estas afirmaciones le reconforten.
La búsqueda de la privacidad es un pequeño tesoro más valioso de lo que parece. Que usted se sienta traicionadamente acompañado cuando entra a un baño, a un clóset, a hurtadillas a una cocina, a un dormitorio (propio o ajeno) sin saber a quién culpar, tiene una razón de ser y esperamos que el descubrimiento de sus hondísimas conjeturas no le cause desvanecimiento alguno.
Por hoy, sólo le podemos proporcionar información sobre el cuarto de baño. De los otros rincones, nos reservamos el derecho de proporcionar datos después.
Lo que usted hace ahí, es fácil de deducir. Donde hay un excusado, la imaginación difícilmente llegará más allá de las necesidades fisiológicas que tenga que atender su cuerpo. Sin embargo, hay quien (como usted temía), conoce cada detalle: movimientos, esfuerzos, delitos, indecencias, urgencias, escondites, costumbres... En suma, todo lo que sucede, pero con una observación de filigrana abominable.
Lo primero que tiene que saber es que es del sexo femenino (el nombre no se lo diremos por temor a evocar este relato cada que conozca usted a una mujer llamada…). Antes de ser lo que ahora es, no podía reprimir ese comportamiento sexual poco habitual (parafilia le llaman los especialistas) que parecería tan inocente o al menos, inofensivo. Ella gustaba de mirarlo todo en ese lugar: los actos cotidianos de limpieza, los escatológicos sucesos después de los alimentos, los secretos inesperados de los más honorables... Es algo que nadie le pudo controlar. De pequeña se subía a las sillas, después lo hacía de puntas, hasta que alcanzó la altura más cómoda. Posteriormente, tuvo que encorvarse, dependiendo de la puerta en cuestión: las cerraduras, aunque incómodas, eran la mirilla a un placer que no se preocupaba por esconder. Mejor era no probar las nalgadas para darle un escarmiento (para qué despertar naturalezas propensas a la perversión). Sólo se le regañaba y se le quitaba del lugar reprobable en el que se acomodaba. Los años agudizaron sus impulsos y los comentarios más puritanos nunca sembraron vergüenza en su proceder. La privacidad de los otros (incluyendo la suya, carísimo lector, lamentamos decirlo) era algo que devoraba con los ojos como si tuviera hambre de placer ajeno.
Así, una madrugada después del espectáculo que involuntariamente le dio el abuelo, que andaba de visita, quedó absolutamente sorprendida. Ahora quería verlos todos. Todo y a todos. A todas también. Cada noche, mientras los otros rezaban por los familiares en desgracia, por la paz mundial o para aplacar angustias punzantes, ella pedía con desmedido fervor, poder verlo todo en aquél lugar en el que pasaba casi cualquier cosa. Lo deseaba con el corazón apretado y la esperanza de pie ante lo absurdo. Así pasaron algunos años, pero su espíritu era incansable.
Entonces sucedió. Soñó con una lluvia de imágenes de gente que entraba y salía. Una tras otra sin percatarse de su presencia. Gente de todas las razas, complexiones, tamaños, edades y géneros. Que nadie la despertara por favor. Que nadie la sacara de ahí, deseaba desde el sueño hecho realidad. Nadie volvió a decir su nombre por la mañana. En un momento se percató de que una mano iba hacia su cara. Pensó que estaba a punto de despertar, pero no. Sintió un torzón extraño, pero sin dolor. Luego otro, después otro y otro. Poco a poco, entendió lo que había sucedido (no sin sorpresa, por supuesto). Se acostumbró a girar a la derecha sin problema alguno. No tenía idea de cómo, pero lo había logrado. Estaba en todos los cuartos de baño al mismo tiempo. Nunca nadie la volvería a quitar de donde estaba. Al contrario, se encontraba ahí para resguardar de cualquier entrada intempestiva. También por supuesto, a veces la acompañaba otro trastornado que se le asomaba por el orificio de la cerradura para ver lo que ella presenciaba en silencio absoluto.
No se ruborice, estimado lector. Ella no le comentará nada a nadie, con contemplarle a usted en silencio, le es suficiente.

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