sábado, 26 de junio de 2010

Nacida en la década de los 80's

Todo aquél que nace en la década de los 80’s, se encuentra rodeado inevitablemente de los olanes, los copetes, los tenis con calcetín, y una combinación de colores pastel que hasta la fecha, siguen horrorizando la sensatez de cualquiera.

Sin embargo, ese alto precio fue recompensado sin duda con uno de los legados musicales más exitosos: el álbum de Thriller en la extraña y abrumadora carrera de Michael Jackson.

En el departamentito de la Balbuena en que vivía, las preferencias musicales se dividían entre la Sonora Santanera, por el lado de mis padres, y con Michael Jackson y Madonna, del lado de mi hermana. Mi elección se inclinó por la segunda opción y nadie imaginaría a la pequeña fanática gestándose en mí cada vez que escuchaba Billi Jean. Me ponía cinta adhesiva en los dedos como él y cuando iba en sexto de primaria, cada viernes a las cinco de la tarde, el ritual consistía en ver la película Moonwalker.

Cuando supe sobre su llegada a México ya estaba en la secundaria. Hirviendo de emoción adolescente, pedí permiso a mi mamá a lo que ella contestó: -Pues si quieres ir al concierto, tú te pagas el boleto. Brinqué y grité de la emoción. Saqué todos mis domingos y vendí dulces en aquella escuela de gobierno, con sus dieciséis grupos de cuarenta integrantes. Cada peso fue cuidadosamente invertido y ahorrado para asistir a un evento único del que se rumoraba, traería consigo un espectáculo de luces láser impresionante.

El acontecimiento se llevaría a cabo en el Estadio Azteca y me alcanzó para una entrada a la mitad de la cancha. El amigo con el que iría ya había asistido el día anterior y me dijo:

-Al final, Maicol se pone una máquina en la espalda y vuela.

-¡¿Vuela?!… ¿Te cae?

-Me cae.

Él volaría y yo estaría abajo… Claro, si pasaba a saludar al público tal vez le podría tocar la mano, y si le tocaba la mano, él sabría quién era yo. Entonces elegí el lápiz más brilloso de mi colección y en un papelito escribí la siguiente nota:

Dear Michael, I am Lulú.

I am 12 years old and I love you.

I’m your fan #1. Please call me!!!

My telephone number is 55-52-34-26

Pegué la declaración al lápiz y aunque fui la burla de la casa con mi plan maestro, creía sinceramente en la posibilidad, así que preparé distintas conversaciones telefónicas posibles para el momento más deseado de toda mi vida.

Llegó la noche del 25 de octubre y ahí estaba yo: con mis lentes oscuros (como los de Michael), usando mi chamarra roja (como la de Michael, en Thriller); con toda mi esperanza apretando el lápiz mensajero de mi identidad y pensando obstinadamente: Maicol va a llamarme, Maicol va a llamarme, Maicol va a llamarme…

Fueron las dos horas más intensas de mi adolescencia: canté, lloré, bailé y estaba alerta para que hubiese alguien detrás de mí, por si me desmayaba como las fanáticas en los videos de sus conciertos. Así pues, llegó el momento esperado: en su última entrada llevaba puesta una especie de mochila que funcionaría como un cohete que lo llevaría a rodear el estadio y por fin, a saludar a sus fanáticos. “¡Ya va a volar, ya va a volar!”, pensé. Saqué mi lápiz y brincando para llegar lo más alto posible, grité:

-¡Come, Michael! ¡Please, call me!

Encendió el motor, salió disparado en línea recta hacia el cielo y no lo volví ver. Apenas alcancé a soltar un “¡Órale!” de la impresión.

Durante una semana no paré de hablar sobre los cambios de escenografía, los pasos, los vestuarios y las luces láser. Seguía contenta, aunque sin su llamada.

Con el paso del tiempo empecé a escuchar otras cosas, pero nada como aquella noche del 25 de octubre de 1992.

viernes, 25 de junio de 2010

Se busca

Resulta que amaneció con unas ganas furiosas de vivir lo imposible. No con el "Había una vez..." de siempre. Como yo soy sensible a esas cosas, empecé de otra manera, pero debo ser pésimo en esto porque por más que intenté recorrer terrenos inexplorados, lo supo desde el principio: que le esperaba un final de buenaventuranza, que la historia -al parecer- sería absolutamente predecible, que llegaría a los mismos lugares de siempre y se volvería a quedar con las ganas de cometer errores distintos. Aprendería, se equivocaría y se arrepentiría de los daños colaterales. Entonces, no sé cómo, se enteró de que otros lo habían logrado. Prometo que yo no me descuidé... sólo que cuando regresé ya no estaba aquí. Lo busqué en todos los archivos, de uno en uno. Ahora intento empezar desde el principio, pero el cabrón también se llevó mis intenciones, los nudos que ya tenía listos, las características que lo harían único y el final. Ese maldito final que me había costado tanto tiempo, tantos cigarros y tantos intentos. Ya no recuerdo si es peligroso o inofensivo; si es encantador o un desastre. Lo único que me queda claro es esta inverosímil habilidad de fuga. Ojalá se vaya a vivir una historia de a de veras porque si lo encuentro en otro lugar y lo reconozco viviendo todo lo que le tenía planeado sin haber arriesgado un ápice de su literaria integridad, tendré que ir a matar a ese escritor de mierda que no le supo dar una merecida existencia, al menos, una que valga la pena.

martes, 22 de junio de 2010

Disertaciones en torno a la doncella que nadie entendió

De todos los personajes de los cuentos de hadas, se podría decir que cada uno se labró su destino; que nada sucede por casualidad. Sin embargo hay uno al que el tiempo no le ha hecho justicia, y mucho menos, la narración en tercera persona endulcorada en la versión para niños. Hablo de la que esperaba encerrada en la habitación de una altísima torre; la de cabellera kilométrica.
El dato que pocos conocen es que desde antes de nacer, sus padres ya la habían vendido con una bruja a cambio de unos frutos: su padre fue descubierto mientras los robaba en el jardín de la mala mujer y ella a cambio le pidió la vida de su futura hija. Ni siquiera reconsideró el trato; ni siquiera huyó cuando nació. La fueron a entregar personalemente a las puertas de la torre. Hay filicidas que no se apenan de sus actos.
Así creció: encerrada y alimentada por una bruja que escalaba la torre con aquel larguísimo cabello. Al parecer, las escaleras no iban con el estilo arquitectónico del lugar.
El príncipe llegó porque descubrió a la bruja en el momento en el que le eran arrojadas las trenzas para subir. Un día hizo el intento diciendo las mismas palabras y pudo escalar. Desde entonces, subía cada tarde.
Detengámonos aquí por favor... Cada tarde, ella echaba sus cabellos por la ventana para soportar el peso del cuerpo de un hombre y luego el de una mujer: de subida y de bajada. Cuatro veces al día entregaba su dolor, primero para que la abrazaran y luego, para que no la mataran. Cuatro veces al día, respiraba profundo y como podía, sostenía sus dorados cabellos entre los puños para que el peso fuera menos. Cuatro.
De nada le sirvió el príncipe: sólo la preñó y jamás hizo el menor esfuerzo por bajarla.
Luego, la bruja la descubre y le corta los cabellos. No todos lo han vivido pero el cabello es un indicio de paciencia. Los que tenemos el cabello largo tejemos en él el cariño de la espera; es la única evidencia del tiempo que vale la pena conservar: enmarca el rostro y nos da oportunidad de esconder la mirada; suaviza los rasgos, protege del frío. En el cabello va implícita la coquetería, la gracia y el encanto. He conocido quien se corta el cabello por tristeza o por desesperación. No he conocido personalmente a quien se lo hayan cortado por la fuerza. Así pues, nuestro personaje vio mutilada toda su dorada feminidad y su única posibilidad de príncipe. Cualquiera en sus condiciones hubiera perdido la razón.
Lo que sigue es igual de trágico. De sobra está decir que la bruja la perdió en un desierto y que ahí sola parió a unos gemelos. No mencionaré el final, que por tradición literaria acaba bien, porque estoy segura, que en algún lugar escondido de los libros, llora su cabellera, su espera, su dolor, los hijos que no quería, y tal vez, lo torcido de su desconocida historia.
Se las presento. Se llama Rapunzel.

martes, 15 de junio de 2010

Deshabitada

A veces, cuando despierto, me quedo con la sensación de que nunca abrí los ojos; de que este cuerpo no es mío, de que el aire que respiro viene de otro lugar.
Me dijeron que son problemas de propiocepción: la cabal certeza de habitarse uno mismo. Miro la mano, me concentro: esa es mi mano. No sé cuanto tiempo me lleva abrir y cerrar; mover los dedos. Esos que son mis dedos. Mover las manos ya es un avance. Con facilidad levanto los párpados (esos que son mis párpados) y muevo los globos oculares. Eso ya no me cuesta un terrible esfuerzo. De lo único que estoy segura es de este cansancio: este agotamiento sí es mío. Lo siento. No sé exactamente dónde.
Miro a la gente por la ventana: corren hacia el camión, van, vienen, comen, hablan, suben las escaleras, se protegen de la lluvia. Todo lo hacen con un sentido de la propiocepción intacto: saben dónde están sus piernas y no por ello pierden la atención de dónde están sus hombros y su cabeza. Seguro que ni siquiera se han percatado de que están habitando un cuerpo con absoluta cabalidad: con certeza. Como si fuera suyo. Como si ese cuerpo fuera su cuerpo y esas manos sus manos y esos brazos sus brazos. Parece ser que sólo yo sé que todo eso se habita y que sólo a mí me sacaron de él. Que tengo que hacer un gran esfuerzo para entrar y moverme; cuando paso de ahí a aquí.
Que lo tome con calma. Todos dicen que lo tome con calma. Y yo los escucho con estos oídos desde algún lugar. Estos oídos que me prestaron para escuchar. Al menos para eso no tengo que hacer un esfuerzo.
"Es una pérdida del sentido de la propiocepción, no de la cordura". Es que no me pueden escuchar la angustia. Escuchan la voz (mi voz), como un mensaje en clave morse: con el código de las palabras pero sin el significado de esta angustia. ¿En qué momento se cansó? ¿En qué momento le aburrí? ¿Qué hice o qué dejé de hacer para que me soltara el cuerpo o para que me sacara de ahí?
Mejor ni hablar de lo de antes. Suficiente tengo con percatarme de dónde están puestos los dos pies.
Cada que me dan las ganas de recordar, miro lo primero que se me ocurra: una rodilla, un codo; entonces me concentro para habitarlo. Sé que eso me mantendrá ocupada un buen rato. Por supuesto he intentado lo contrario, pero aunque no estoy adentro tampoco me puedo ir.
Ahora, el problema de asir las cucharas es soltarlas. Puedo enterrarme las uñas si no controlo las falanges.
Todos los días hay algo qué hacer, sólo que a diferencia del resto, yo me tardo más de lo esperado.
Tal vez un día se decida a regresarme a mi lugar. A mí me queda claro: Dios existe, pero lo que no sé, es exactamente a qué hora va a regresar.