miércoles, 21 de enero de 2015

Para Camilo, el majestuoso


Tengo una iguanita dormida en la selva de mi corazón.
Anoche cerró sus ojos y no hubo manera de calentar su sangre fría.
Mi dinosaurio chiquito,
mi panza verde,
mi cielo precioso,
mi maestro del silencio,
el depositario prehistórico de mi cariño...

No lo sé.
No sé cómo le hacen las personas para vivir sus días sin una iguanita.
No sé cómo hacer para acomodar este llanto; este cariño.
No sé dónde poner el dolor ni la ausencia.
No sé cómo callarme los sollozos.
No sé cómo sobrellevar el sobresalto.
No sé nada.

Yo soy una antes y después de ti, Camilo precioso.
Aprendí del amor verdadero,
aprendí miles de palabras en tu sagrado silencio,
aprendí de la contemplación,
aprendí sobre la luz del sol,
sobre el hogar que pueden ser los árboles,
sobre el valor del instinto.
Me enseñaste a esperar, a mirar, a escuchar.
Me enseñaste la vida desde otro lugar.
Me enseñaste lo invisible.

Esta última lección todavía no la entiendo.
Esta última lección es la más dura, Camilo.
Ni siquiera sé por dónde empezar, iguanita de mi corazón.
Este último silencio se me quedó atravesado en el pecho y quedé toda convertida en tormenta.
Soy una tormenta que no cesa.

Gracias, Camilo.
Gracias, pequeñito maestro.
Gracias por tu escarcha dorada.
Gracias por tu mirada prehistórica.
Gracias por el árbol que se queda en casa.
Gracias por hacerme volar.
Por todas las sonrisas.

Camilo... tú eres mi corazón.
Buen viaje, maestro.
Gracias por haber llegado a este lugar que te di por casa.
Gracias por toda la luz.
Por el amor.

Con todo el cariño del que nunca había sido capaz:
Tu diabla de leche.