martes, 8 de enero de 2013

Multiazul

La proporción para sensaciones como esa, es fundamental. Hay que ser más pequeño que lo pequeño para entenderlo.
Gabriela iría a la playa con la promesa implícita de conocer el mar. Las postales que le habían traído sus tías junto con los comentarios sobre los colores idílicos y animales de fábula, la agitaban. Siempre que escuchaba tenía el deseo repentino de echarse a correr hasta la playa para llegar lo antes posible. Por eso brincaba mucho cuando escuchaba y preguntaba una y otra vez. Después de un rato se volvía fastidiosa pero eso no la desanimaba porque sentía que le alcanzaría toda una vida el deseo para conocer el mar.
̶¿Pero ese color es azul azul o verde azul?
̶Es aqua, Gaby.
̶Sí tía, ¿pero todo es así? Debe haber algún nombre para cuando cambian los colores ¿no?
̶Pues… es multicolor, Gaby.
̶Pero si sólo tiene multicolor azul… ¿No debería ser multiazul?
̶No, Gaby. Es multicolor.
̶¿Y sí hay mucha diferencia entre el cielo y el mar? ¿No te confundes, verdad?
̶Pues no, Gabichuela. Como lo has visto en el cine y en el internet.
̶¿Y la espuma a qué te sabe?
̶Todo el mar es salado.
̶Pero ¿siempre, siempre, siempre?
Después de la noticia de que dentro de un año iría a Veracruz, pasó todo ese tiempo bajo la advertencia de quedarse si no hacía bien las tareas, si no alcanzaba a hacer su cama en las mañanas, si no lavaba su plato después de comer… Así, pues, había llegado el momento; por fin, las vacaciones prometidas. No le importó el larguísimo viaje en auto, aunque fuera amenazada si repetía la fatídica pregunta de “¿Ya vamos a llegar?”. Y como no se la podía guardar, desde atrás del coche hundía la pregunta en voz baja con la cara pegada al único peluche que había podido llevar; a lo mejor él se lo respondía.
Después de horas infinitas su papá le preguntó:
̶¿A qué huele, Gaby?
A Gaby, aunque le dolían las piernas de tanto estar sentada le palpitó muy fuerte el corazón y trató de encontrar en su repertorio de olores la respuesta.
̶¿Es el mar?
̶Sí, Gaby; así huele el mar.
Era toda ella un gusanito que se retorcía de felicidad. Como siempre, se puso a cantar.
Una vez que llegaron al modesto hotelito en el que tenían una reservación, ella sólo se tuvo que poner las sandalias porque desde la ciudad llevaba el traje de baño puesto. Se impacientó ante la adulta calma de sus padres para acomodar las cosas de la maleta. Y así, después de otro breve tramo, llegaron. Lo miró hipnotizada, pegada a los vidrios. Antes de salir del coche, tuvo que pasar por el pegajoso procedimiento del bloqueador solar que era la condición para poder bajarse.
Encontrar un pequeño rincón fue tardado. Gaby estaba familiarizada con la muchedumbre de la ciudad en el transporte, en la formación de su escuela por las mañanas, en la feria de la delegación… pero no la dejaban de aturdir tantas personas. En más de una ocasión había chocado con las piernas de alguien porque pareciera que con ese sol, la gente perdía la noción de su espacio. Así, después de varios atropellos, encontraron un rincón en un lugar que parecía algo lejos del mar, sobre todo por la cantidad de cuerpos que había que superar para llegar allá. Por fortuna, esa misión se la dejó a su padre que la llevaba en brazos.
Una vez en la orilla, le dio un poco de miedo pero apretó fuerte la mano de su papá para que no la fuera a abandonar como hicieron con Hansel y Gretel en medio del bosque. Nadie le dijo que el color del mar de Veracruz no era como el del Cancún, así que no lo encontró multiazul, como ella decía, sino verdoso. Aun así no le dejó de sorprender que parecía que el mar nunca cabría en los brazos de nadie. Con los pies descalzos y temerosos de hundirse entre la arena que no respetaba uniformidades, se acercó.
̶Sí, papá. Sabe a sal.

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