lunes, 27 de junio de 2011

Las distancias pantagruélicas

Había una serie de testimonios que Regina no podía ignorar: fotos, correos, boletos de tren, las etiquetas en las maletas, los souvenirs, los libros que sólo se conseguían allá, los condimentos para recordar los sabores del viejo mundo.
Sí, ahí estaba todo eso, pero le faltaba algo. Revisó todo varias veces: los documentos, las prendas, los enseres de limpieza, el diario. Para colmo traía torcido el sueño y de día era un zombie hambriento de descanso. De noche se convertía en frenética obsesiva de la limpieza de su departamento; celadora de su propia memoria que hacía un recuento detallado de los pocos días que había estado explorando. Pero lo que nunca podía apartar de sí era ese hueco por donde se le filtraba la concentración. La ansiedad creció y se alimentaba de la terrible sensación de nunca haber aterrizado en algún lugar: ni allá ni acá. Eso pensaba la Regina de acá.
La Regina de allá se había perdido en la boca bestial del aeropuerto en París. Demasiada gente, demasiadas puertas, demasiadas flechas, demasiadas voces, demasiadas maletas, demasiadas razas. La Regina de allá, ni siquiera había llegado a Roma. Seguía tratando de encontrar la terminal que decía el boleto.
La Regina de más allá se había quedado prendada del Renacimiento que seguía hirviendo en Florencia. Se habrá quedado bañada en la luz de alguna catedral, en la contemplación infinita e inevitable de algún Botticeli, en la esquina de algún Miguel Ángel, en la desnudez de algún Tiziano, en la virginidad de algún Rafael o en los ojos de un Napolitano sin nombre.
La Regina del principio seguía con unas ganas voraces de conocer el Coliseo hasta la más pequeña de sus grietas.
Regina estaba desperdigada por acá y aculla. Al cuerpo le bastan doce horas para atravesar el mar, pero el espíritu no puede viajar a la velocidad de los 630 kilómetros por hora que alcanza el avión. Necesita detenerse y estar.
Ahora quién sabe cuánto tiempo tenía que esperar Regina a que llegaran sus otras porciones de sí misma. Hasta que eso suceda -tal vez hasta entonces- la belleza y la monumentalidad de las que fue testigo, puedan volver a iluminarle el alma.

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