sábado, 13 de noviembre de 2010

Efebo y mortal

Ramiro no sabía dónde acomodar las manos. Seguía en el proceso de creer que le estaba sucediendo. No quiso escuchar nada ni a nadie. Como dudaba de todo, no preguntaba nada, no fuera a ser que la certeza acabara con tanta felicidad.
Catorce años, el bigote ralo, un acné que le destrozaba las mañanas en el espejo, ese colmillo de más que había salido quién sabe de dónde y los resagos de la vida sedentaria que hacían estrago en sus costados estaban ahí, pero esta vez tenía algo con qué hacerles frente: Pamela lo había visto. Pamela Corrales, número de lista 12, de 5º B, la del desierto taller de acuarela. A ella, a ella la estaba abrazando. A la que le había ayudado a bajar los bultos de ropa para la comunidad de un cerro que pasaba frío. La misma que podía compartir un asiento junto a él sin mirarle el diente maldito todo el tiempo, como si su fealdad no estuviera ahí. Pamela Corrales, la que le había encendido los fuegos artificiales del corazón. La misma por la que podía dejar de compartir las horas libres con el Richard.
No sabía cómo, ni por dónde. Apenas le rodeaba el talle y mantenía sus labios pegados a esa tersa mejilla mientras ella no apartaba los ojos y los dedos del celular. A veces volteaba para darle un beso discretísimo, entonces él estallaba en silencio. No se acercaba del todo para que ella no fuera a percibir en su delatadora pelvis las consecuencias de tanto amor. Nada importaba el examen de química, ni las ecuaciones que cada día entendía menos, ni la obra de Pericles o Sófocles o Demóstenes... o como se llamara. Ahora sólo las clases donde se mencionaba el aparato reproductor femenino, tenían sentido. Estudiaba detenidamente el mapa de aquel útero a colores que le daría la pista para encontrar los misterios insondables de Pamela Corrales. También exploraba las imágenes obsenas de la pornografía que su hermano escondía en la habitación, pero las proporciones de las modelos depiladas hasta la vulva, nada tenían que ver con lo que veía en ella. Sabía que eso no era lo que encontraría ahí (aunque por supuesto, no se privaba de los placeres solitarios). Tardaría dos semanas en el paraíso de aquellos brazos finísimos. Después ella le diría que estaba confundida. Él tardaría meses tratando de entender. El Richard le haría burla cada que se les atravesara la Pamela por enfrente. Él regresaría a su lugar en la última fila hundido en el video juego portátil que lo sacaba de ahí. Algún día se podría deshacer de su desoladora virginidad, de su fealdad desproporcionada. Por lo pronto, sólo le quedaba contemplar a la maestra de Biología que con tanta claridad explicaba sobre la meiosis y la mitosis y, por supuesto, sobre el aparato reproductor. Miss Rocío. Miss Rosy. La de maquillaje sin escándalos y manos suavísimas (seguro tendría las manos muy suaves). La que siempre olía bien y se acercaba más a las imágenes de las revistas para adultos. Menos mal que cuando estaba en el laboratorio tenía que usar la bata porque siempre se le notaba en la pelvis el furor.

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