En algún lugar del mundo algo terrible está sucediendo; sólo basta mirar el periódico para ponerle nombre, fecha y lugar a la tragedia. A muchos kilómetros a la redonda, lo terrible. Yo -por fortuna- no estoy ahí en este preciso momento mientras escribo. Tampoco me sucedió una calamidad cuando fui a la tienda hace poco. Al salir, vi a dos mariposas blancas que muy cerca de mí hacían una danza que desconozco. Eso sí lo estaba viviendo en ese instante: era la espectadora de dos lepidópteras que seguramente pronto procurarían su reproducción antes de que la vida se les acabara. Me detuve para mirar. Como a mí me toca vivir más tiempo, tengo mucho quehacer así que tuve que seguir mi camino, pero esta vez me dispuse a contar el número de mariposas que me encontraría. Nunca lo había hecho. Conté 48 de ida y vuelta en un trayecto de 20 a 30 minutos.
Que a uno le sucedan 48 mariposas en el camino no es algo excepcional; lo excepcional es que tengamos ojos para ello porque además hay que tomar en cuenta que en nuestra noción del tiempo, tan sólo tendrán unos cuantos días para volar, polinizar y reproducirse. Para ellas debe ser suficiente porque conocen bien lo que es no tener alas; porque tuvieron que esperar mucho para mirar al mundo desde otro lugar; porque desde antes del vuelo aprendieron a andar sin prisa.
Verlas en esa danza previa al apareamiento es una de esas casualidades que hay que detenerse a contemplar porque si resulta cierto aquello de que el vuelo de una mariposa puede generar un cambio al otro lado del mundo, entonces somos los mudos testigos de un pequeño impulso que el día de mañana será un monstruo o un milagro.
Debo confesar que cuando salgo de casa me consuela un poco verlas volar porque entonces me es inevitable pensar que hasta el mismo caos está cambiando de lugar. Que no siempre será así. Que si ahora puedo verles las alas, tal vez algún día yo también pueda despegar.
Metamorfosis, aquí estoy.