miércoles, 7 de diciembre de 2011

Réquiem

Vine a despedirme por escrito. Así hago cuando no entiendo. Así hago porque es lo único que puedo hacer.
Vete tranquilo. Hace mucho te vi naufragar en la marea de confusiones tuyas, mías, de otros. Entonces nos sucedió la distancia. Nos sucedió el silencio. Y así, cada uno se fue a atender sus asuntos, sus pendientes, sus prioridades, sus desperdicios y su podredumbre. En ese camino nos encontramos poco. Como siempre terminaba percudida, preferí cerrar todas las puertas y las ventanas. Que la luz se quedara aquí conmigo. Que no se me fuera a acabar el aire. Que no se me fuera a salir la valentía. Que no se me me escapara el sentido común que tú siempre tenías perdido. Entonces construí un castillo de puros muros. Impenetrable. Para que no entraras, para que perdieras las fuerzas en el camino por si lo intentabas. Lo logré. Hoy tengo que tirarlo todo.
Entonces, cuando ya no estás me doy cuenta de que, no sé cómo, ya estabas adentro. No sé en qué calabozo. No sé en qué coordenadas de mi tierra infinita, pero estás. En otras circunstancias te hubiera desterrado... Pero ya lo hice una vez y creo no sirvió de mucho.
Mi silencio es mi dolor. No tengo la certeza de lo que callo; tampoco de lo que duele. Supongo que es inevitable.
Cuánto escombro. Cuánto escollo. Cuánto tiempo. Cuánta oscuridad. Cuánto laberinto construido a fuerza de sobrevivir. Cuánto musgo. Cuánta humedad. Cuánta destrucción. Cuánto por levantar. Cuánto.
Hoy yo tampoco tengo ganas de levantarme y andar. Eres más afortunado de lo que imaginas.
Adiós, padre.
Que Dios te bendiga.
Descansa en paz.

2 comentarios:

  1. Tu tumba, padre, no está en el lugar en que pusieron tu lápida, sino en este pasado que no sé dónde acomodar.

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  2. Gracias. No sabe usted lo que acaba de hacer por mí. Y yo le dejo en retribución un abrazo que no se acabe nunca, Lourdes.

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