martes, 28 de diciembre de 2010
Pequeños horrores (V)
Pequeños horrores (IV)
Pequeños horrores (III)
lunes, 27 de diciembre de 2010
Pequeños horrores (II)
Pequeños horrores (I)
lunes, 20 de diciembre de 2010
Se solicita boa constrictor que abrace pero que no muerda
viernes, 3 de diciembre de 2010
El más grande del mundo sobre la tierra
Basta con mirarlos a los ojos para saber que nosostros sólo somos parte del plan.
martes, 23 de noviembre de 2010
Disertaciones en torno a los impulsos y el desastre
Sucede. No sé si poco o mucho, pero seguramente en este momento, en algún lugar del mundo, hay un psicoanalista tratando de encontrar el origen de la falla en algún paciente que carece de perspectiva para verse a sí mismo desde el lugar más saludable. Y ya no hablemos de los pacientes que deciden responsablemente cambiar el rumbo de su torcida historia. No podemos dejar a un lado a aquellos que en secreto y en la intimidad se dejan atar o atan, se dejan golpear o golpean. Aquellos que necesitan de manera furiosa una bofetada en medio del orgasmo; aquellos que se divierten con la anomalía del dolor, o aquellos que la necesitan. Aquellos que deliberadamente deciden destruirse. Los seres humanos somos terriblemente hábiles para eso. Las maneras, los medios, los lugares, las circunstancias, los obstáculos y los inconvenientes son lo de menos... o lo de más; dependerá de la peculiaridad del ser humano en cuestión.
Que no es sano, se dice o se reclama. El problema es que tampoco es inevitable. Entre el impulso y la voluntad existe lo mismo una línea que un abismo. Estar al borde de lo indebido y de lo reprochable es tan terrible como fundamental y necesario. Uno conoce la clave para hacer estallar la bomba. El problema no es que la dinamita esté pegada al pecho, sino que tal vez, ya no se tenga la oportunidad de volver a estallar.
domingo, 21 de noviembre de 2010
Toda yo
sábado, 13 de noviembre de 2010
Efebo y mortal
Catorce años, el bigote ralo, un acné que le destrozaba las mañanas en el espejo, ese colmillo de más que había salido quién sabe de dónde y los resagos de la vida sedentaria que hacían estrago en sus costados estaban ahí, pero esta vez tenía algo con qué hacerles frente: Pamela lo había visto. Pamela Corrales, número de lista 12, de 5º B, la del desierto taller de acuarela. A ella, a ella la estaba abrazando. A la que le había ayudado a bajar los bultos de ropa para la comunidad de un cerro que pasaba frío. La misma que podía compartir un asiento junto a él sin mirarle el diente maldito todo el tiempo, como si su fealdad no estuviera ahí. Pamela Corrales, la que le había encendido los fuegos artificiales del corazón. La misma por la que podía dejar de compartir las horas libres con el Richard.
No sabía cómo, ni por dónde. Apenas le rodeaba el talle y mantenía sus labios pegados a esa tersa mejilla mientras ella no apartaba los ojos y los dedos del celular. A veces volteaba para darle un beso discretísimo, entonces él estallaba en silencio. No se acercaba del todo para que ella no fuera a percibir en su delatadora pelvis las consecuencias de tanto amor. Nada importaba el examen de química, ni las ecuaciones que cada día entendía menos, ni la obra de Pericles o Sófocles o Demóstenes... o como se llamara. Ahora sólo las clases donde se mencionaba el aparato reproductor femenino, tenían sentido. Estudiaba detenidamente el mapa de aquel útero a colores que le daría la pista para encontrar los misterios insondables de Pamela Corrales. También exploraba las imágenes obsenas de la pornografía que su hermano escondía en la habitación, pero las proporciones de las modelos depiladas hasta la vulva, nada tenían que ver con lo que veía en ella. Sabía que eso no era lo que encontraría ahí (aunque por supuesto, no se privaba de los placeres solitarios). Tardaría dos semanas en el paraíso de aquellos brazos finísimos. Después ella le diría que estaba confundida. Él tardaría meses tratando de entender. El Richard le haría burla cada que se les atravesara la Pamela por enfrente. Él regresaría a su lugar en la última fila hundido en el video juego portátil que lo sacaba de ahí. Algún día se podría deshacer de su desoladora virginidad, de su fealdad desproporcionada. Por lo pronto, sólo le quedaba contemplar a la maestra de Biología que con tanta claridad explicaba sobre la meiosis y la mitosis y, por supuesto, sobre el aparato reproductor. Miss Rocío. Miss Rosy. La de maquillaje sin escándalos y manos suavísimas (seguro tendría las manos muy suaves). La que siempre olía bien y se acercaba más a las imágenes de las revistas para adultos. Menos mal que cuando estaba en el laboratorio tenía que usar la bata porque siempre se le notaba en la pelvis el furor.
martes, 2 de noviembre de 2010
Señor Garduño
Ese momento le había costado los ahorros de año y medio para irse a la playa sin la esposa que no tenía ni la madre enferma que le llamaba siempre a la hora de la comida. Caminó por la playa nudista con su redonda panza y sus pelos por todos lados. Cuando menos se lo esperó ya estaba sonriendo. Se dio cuenta de que alguien lo había planeado todo: que en realidad él era un dios y que le habían dicho una mentira para que no se diera cuenta de su preciosidad. Ya no se avergonzaba de sí mismo. Vio sus manos regordetas, se le cayeron las lágrimas.
Por fin, había llegado el día. El señor Garduño era feliz. Verdaderamente feliz sin ayuda de nadie y sin haber tramitado nada en ninguna ventanilla. Nunca olvidaría el día que el mar le había enjuagado de las raíces y la piel el síndrome de la simetría.
Ahora lo sabía y nadie lo podría detener.
lunes, 1 de noviembre de 2010
Estrictamente profesional
Cualquier error en el procedimiento, no es mi responsabilidad. Si usted no venía con las instrucciones, qué le voy a hacer.
Atte:
Srita. Peligro.
PD: Soy una profesional de mi trabajo: junto a la mecha dejé mi cariño. Despreocúpese; así será inevitable explotar.
viernes, 22 de octubre de 2010
Escritos por desventura
Una pena que se hubiera descuidado. Hay personas sin escrúpulos capaces de todo: alguien le robó el papiro y el seudónimo; después el ladrón intentó reacomodar eventos, añadir detalles y dejar testimonio de ello por todas partes. Diseminó el rumor de que los textos eran sagrados, confundió a sus lectores, corrió la sangre y ya nadie sabía por quién estaba peleando, sólo sabían que se trataba de alguien importante. Decían que se llamaba Dios.
sábado, 16 de octubre de 2010
Azul, azul, azul
viernes, 15 de octubre de 2010
Levantarse y andar
Cuando se vio al espejo entendió todo por la hinchazón de la cara. Esta vez no pudo resistir. Sabía que la parasomnia la estaba rebasando. Entonces se dio por vencida. No era feliz: ni ella ni la otra que sucedía cuando dormía. Se acostó. Esta vez no tomaría precuaciones. La dejaría escapar.
jueves, 7 de octubre de 2010
Supervivencia: n.f. Acción y efecto de sobrevivir
Inhalo. Exhalo.
Sobreviví. No sé cómo. Vengo sin piel y sin huesos. Lacónica y sin reservas de veneno. Me quedé con lo fundamental y hoy, así como es, está bien.
sábado, 2 de octubre de 2010
El ave de todos los héroes
Cuando amaneció, todo seguía sin sentido a pesar del ruido. Se ocultó. Así es como se asomaba cada luna y se quedaba en las ramas, esperando. Fue tanta su necedad de encontrar el principio, el fin y el sentido, que los demás le empezaron a agarrar miedo, envidia, mala fe. Le culparon por todas las malas obras, por todas las deformidades de la bondad, por todas las plagas malditas. Con el tiempo le culparon por cada muerte natural, por mirar con una certeza contundente, porque ya sabía en lo que acabaría todo sin haberle dicho nada a nadie. Los ignorantes lo convirtieron en ave de mal agüero y los resignados en ícono de paciencia y sabiduría. Como sea nadie sabe lo que calla. No lo supieron los egipcios, ni los romanos, ni los griegos, ni los del viejo o el nuevo mundo, ni los arcángeles, ni los otros, ni los nuestros.
No dice nada; al resto sólo nos queda esperar.
domingo, 26 de septiembre de 2010
Lejos
Lágrimas. Había visto tantas que había perdido la cuenta. Como nunca tenía la palabra precisa, iba equipado con una buena dotación de pañuelos; un detalle así siempre era bienvenido. A veces hasta lograba una sonrisa.
Ella vio su tarjetón: "Caronte Del Río".
─¿Caronte?
Él asintió subiendo los hombros y con los ojos buenos:
─Uno se acostumbra a su nombre, señorita. Qué le voy a hacer.
Ella apretó la mandíbula. Volvió a llorar.
─Usted me dice cuando quiera que pare.
─Parece que eso no es posible.
Él sólo la vio por el retrovisor para preguntar con el gesto la razón.
─Detenerse parece un milagro reservado para quién sabe quienes.
Cuando cambió el paisaje, ella prosiguió:
─Yo, por ejemplo, me duermo pensando que amanecer no es necesario. Que quien sea que decida despertarme, podría evitarse la molestia. Sin embargo despierto. Siempre.
Él supo entonces que cualquier destino era absurdo. Que a donde sea que fuera, sería ridículo llegar porque al fin y al cabo siempre llegaría al mismo lugar, así que decidió arriesgarse:
─Entonces, cierre los ojos.
El chofer aceleró y nunca se detuvo.
miércoles, 22 de septiembre de 2010
De naturaleza inaudita
Siempre. Sin excepción. La perfección es una cosa de todos los días. Sin opción. Sin perdón. Sin consideración. Sin descanso.
El único problema es que a donde quiera que voy huele a tristeza y a veces siento que la furia ya no me alcanza. Entonces vuelvo a abrir el código y me lo repito gritando y con sangre: Siempre. Sin excepción. La perfección es una cosa de todos los días. Sin opción. Sin perdón. Sin consideración. Sin descanso.
Las fracturas no importan. Al fin y al cabo nací desnuda, estoica e inmortal.
sábado, 11 de septiembre de 2010
Mine y los códigos secretos de todas partes
Sin saberlo, empezó a descubrir por sí misma el código que escondían los pequeños símbolos en las cajas de cereal, en los espectaculares, en los letreros grandes y pequeños. Así, abrió los libros de su hermano. Primero reconoció a la e en la breve sonrisa de la grafía. La i que parecía una mujercita muy digna con esa cabecita. La u como su columpio. La o que siempre tenía la boca abierta. La a que era la esposa de la o... Era la única manera de explicarse esa rayita que la hacía ver tan propia (pero por su pancita era obvio que era su esposa).
El camino con las consonantes evidentemente fue más largo y elaborado. Como Minerva no daba lata por andar metida en las líneas, no le ponían mucha atención y se mantenía concentrada en su misión. Primero monosílabos completos: sol, yo, mi, sal, pan. Después un poquito más: pa-pá, to-do, ca-ma, cu-na, mi-ma... ¡mi ma-má me mi-ma! Todo iba muy bien hasta que algo pareció estar fuera de lugar:
viernes, 10 de septiembre de 2010
El reptil de las páginas
No recuerdo el nombre de nadie pero conozco todos los detalles históricos de las grietas en cada piel.
Mezquino y sagrado. Lineal y rebuscado. Omnipotente y vulnerable.
Me estoy convirtiendo en no sé qué. No me reconozco, me intuyo.
Me inventaré un nombre. Me construiré un castillo. Y cuando esté a punto de caer, me echaré a volar. Incendiaré reinos enteros con el fuego de mi boca, y cuando me canse, me iré a cuidar la virginidad de una princesa. Nunca me comeré a los valientes. Para que se vayan no hace falta mucho, sólo decirles la verdad.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
Sosiego a prueba de realidad
Sí, estaré ocupada pero esta vez ya no quiero que me salgan serpientes de la cabeza ni cuchillos en los pies. Seguro que si lo tomo con más calma, este monstruo que aúlla desde siempre puede empezar a tararear una canción en lo que vuelve a poner los peñascos en su lugar. Sólo es cosa de recordar la melodía a pesar de la noche, a pesar de la lluvia, a pesar de los golpes.
Que no hay mapa, que los lugares parecen inabarcables, que las corrientes parecen indomables. Está bien. Sólo es cosa de no dejar de tararear.
lunes, 6 de septiembre de 2010
De las costumbres malditas
Así empezó a prepararlo todo: el boiler, las toallas, la bolsa, el café, las prendas, la cara. Pero esa mañana no pudo encontrar la sonrisa. La buscó por todo el espejo, en cada cajón, en el refrigerador, en las macetas, en el cielo de la mañana. Entonces vio su reloj y el horror fue inevitable: ya estaba vieja.
jueves, 2 de septiembre de 2010
La historia insospechada de...
Antes de él, ningún otro lo había intentado. Todos se quedaban quietos, cumpliendo con su deber a fuerza de domar los impulsos más primarios. Él no lo pudo evitar y sin indulto, le plastificaron. Le quitaron el filo de la dentadura y la mandíbula que amenazaba a las cabezas más desmelenadas. Le empequeñecieron el tamaño y le aplanaron el espíritu. Desde entonces, se queda con lo que puede de los cráneos que tiene a la mano. Él espera. Espera con paciencia. Tal vez algún día todo vuelva a la normalidad.
martes, 31 de agosto de 2010
Los nudos de la garganta
Que suceda.
Que la vida me suceda... pero que no me pase por encima.
viernes, 27 de agosto de 2010
De las primeras señales
Tenía entre tres y cuatro años. Lo recuerdo porque iba en el kínder y estaba aprendiendo a escribir. La fecha era cercana al día de muertos y en un tianguis yo quería que me compraran una calabaza para pedir calaverita. Era la primera vez que lo haría, así que el asunto de la calabaza cobraba una importancia que nadie entendía. Mis padres se negaron rotundamente y de nada me sirvieron todos los berrinches... y eso que yo era una especialista. El que mejor me salía era el del grito ahogado: gritaba con todas mis fuerzas mientras tenía el puño metido en la boca. No sé por qué, pero perturbaba mucho y yo lo hacía con verdadero entusiasmo. La indiferencia de mis padres me puso furiosa y después de pedir hasta el cansancio y de todas las maneras posibles, me dejé arrastrar por la prisa de mi madre que me jaloneaba el brazo mientras caminaba a una velocidad difícil de igualar. Así pues, llegado el momento de partir, subimos a la pick up. Yo iba sobre las piernas de ella junto a la puerta. Ni siquiera lo pensé: mi objetivo era muy claro. Nos acomodamos. Mi madré jaló la puerta para cerrar. Yo metí la mano. Por supuesto grité... se me acababa de fracturar un dedo de la mano derecha: el de enmedio. Después del llanto vigoroso y renovado volví a pedir la calabaza. Esta vez, nadie se negó: camino de regreso tenía la que desde un principio ya había elegido.
Recuerdo que también aprendí a escribir con la mano izquierda.
martes, 24 de agosto de 2010
Cerrar los ojos y mirar
Sonrío. Esto es para mí. Sólo yo quepo en mi destino.
viernes, 20 de agosto de 2010
En los ojos de un chamaco cabrón
Emiliano nunca se cansaba de explorar el terreno baldío que había al lado de su casa. Siempre había algo para guardar en las bolsas del pantalón. Ese día halló lo que nunca había visto: "una boa constrictor", decía él. La viborita no tenía nada de peligrosa. Era de color amarillo y tenía la mirada como todos los reptiles: impredecible. Emiliano aprovechó que estaba enroscada a una rama que pudo alcanzar. Le pareció fascinante, amenazadora y oportuna para espantar a quien se le pusiera enfrente. Así se dedicó a sacarle gritos a las niñas que tanto odiaba y a molestar a doña Tere, que a sus 53, ya no estaba para aguantar las imprudencias de un chamaco que le quería echar la viborita en la bolsa del delantal. Cuando su madre escuchó los gritos, bajó para ver qué pasaba.
-¡Este tarugo señora! ¡Mire nomás lo que trae! Y yo con mi soplo en el corazón.
-Emiliano, no te quiero ver con eso en la casa. ¡Pa' fuera! ¡La tunda que te voy a dar si no te deshaces de ese animal!
Emiliano se salió. Nunca había tenido perros ni gatos ni ratones ni nada. Nunca había cuidado de nadie. Él era el hijo único al que se le prodigaban todos los cuidados y atenciones de una madre soltera y trabajadora.
Lo sabía: el detalle de la boa constrictor le iba a costar la mesada del domingo que tanto esperaba, además de la revisión exhaustiva de sus tareas que sólo sucedía, cuando su madre estaba enojada y buscaba errores por todas las hojas del cuaderno. Como todo hijo consentido, los berrinches impulsivos eran su especialidad. Se acercó a los tabiques de la construcción que había en la esquina. Frente a la construcción estaba el anciano que parecía parte del paisaje: siempre estaba sentado ahí, con su cara de tortuga silenciosa e impasible.
Emiliano puso a la boa sobre un tabique. Tomó otro y lo estrelló contra ella. Así, Emiliano trituró con esmero todo ese lánguido cuerpecillo. Se tardó. Cuando acabó, subió la mirada y se encontró con los ojos del hombre tortuga que no pudo pronunciar palabra durante el atentado. El anciano negó con la cabeza y sólo pudo decir: "Chamaco cabrón". Levantó su cuerpo -que parecía moverse por primera vez en siglos- y se metió a su casa. Cuando se quedó solo, volvió a ver lo que había hecho, pero esta vez sentía como si le apretaran la garganta y le dolió ser un chamaco cabrón. Le dolió la serpiente y el impacto de los tabiques. Le dolió haber obedecido así.
Cuando regresó a su casa, estaba dispuesto a los castigos que fueran, pero ninguno le pudo quitar de la memoria la imagen de aquella viborita sin nombre.
domingo, 15 de agosto de 2010
Que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno
Te escribiré con mala ortografía para que nadie te crea y pierdas el decoro sin entender cómo pasó. Y te dejaré las mismas letras en el orden que corresponde para que no encuentres el daño.
Para que me llames; para que me pidas que te diga en mis labios, y por fin, te vuelvas a encontrar.
domingo, 8 de agosto de 2010
La reina que enfermó de desierto
-Imposible.
-Necesito auscultarla por completo. Si no pruebo con el estetoscopio, no sabré lo que sucede con sus pulmones, ni con su corazón, ni con el resto.
La reina lo miró de muerte; le pidió todas sus identificaciones. A él le pareció extraño pero así lo hizo. También le lanzó una serie de preguntas que respondió más por miedo que por profesionalismo. Así se enteró ella de que a él le gustaba armar rompecabezas, de que de vez en vez viajaba tres años luz de distancia nada más para relajarse, de que acostumbraba dos pedazos de queso por las noches, que le gustaba el color violeta, que de niño se fracturó el brazo derecho, que le gustaba el otoño y detestaba que las estrellas se pusieran en huelga.
-Es que este es mi traje de inmunidad de acero.
-Pero yo no le voy a disparar.
Ella no dijo nada.
-Su majestad, es absolutamente necesario.
Ella no renunció a su silencio y él intento escuchar su respiración a través del traje antibalas, pero le fue imposible.
-Es que sólo con él puedo cerrar los ojos, tragar arena y abstenerme del agua.
-Su majestad... ¿no toma agua?
Ella no dijo nada. Él le miró las pupilas y revisó sus oídos. Tampoco pudo tocarle el cabello. Ella no se dejó. Ella no dijo nada.
-¿Qué le duele?
-Todo.
No obtuvo más respuestas a pesar de todas las preguntas de rutina.
-Su majestad... si usted no me lo permite, no podré hacer nada.
Ella permanecía impasible. Se levantó. Salió y viajó tres años luz para ver si se relajaba. Se quedó suspendida al filo de un sistema solar cualquiera. Cuando regresó a su respectivo astro, se le veía más cansada. La tristeza de los ojos no se había disipado.
Su majestad moriría, pero no se vulneraría ante nadie. Que la enterraran con el traje de inmunidad de acero, fue su último decreto. Antes de que ella dejara escapar el último suspiro, el planeta entero guardó silencio.
sábado, 7 de agosto de 2010
Disertaciones en torno a los venenos
Las explicaciones para ello sobran. No hay quien pueda hacer entrar en razón a un celoso. Para serlo no se necesitan motivos, sólo el ímpetu y el deseo de la posesión absoluta: sin intermediarios ni términos medios. Todo (absolutamente todo), sin lugar a la negociación. Lo que detona la celotipia es lo de menos; la verdadera importancia radica en la furia que se desata a la menor provocación. La inocencia o culpabilidad del otro de nada sirven cuando los demonios sacuden la tranquilidad, muerden la confianza y siembran sospechas. Cuando eso sucede, no hay vuelta atrás. Es entonces que se conoce el infierno en su más vulgar presentación. Las certezas parecen inalcanzables, el insomnio desgasta los ánimos y la sensación de pérdida envenena el espíritu. El ser humano más sensato se convierte en un perro abatido que busca con rabia olores ajenos, sonrisas de muerte, júbilos extraños, roces distintos, escondites amueblados, preferencias fuera de lugar, errores pequeñísimos. Los celos nos regresan a la fiera que nuestro grado evolutivo nos prohibe. Perdemos el carísimo control de nosostros mismos. Con ello se nos va el sosiego, la paz, el decoro, la convicción, el sueño, la miel, la belleza y la vida. También la vida. Imposible soltarse de la cólera y de la impotencia. La duda parece estar en cada esquina: afuera, percudiendo los paisajes, opacando los colores, ensuciando los recuerdos. Sin embargo su verdadero lugar está dentro: en las venas, en la médula, en los nervios, en los ojos, en el vientre, en el sexo, en la garganta... en el núcleo de cada maldita célula, y ahí, es casi imposible de sacar.
martes, 3 de agosto de 2010
Srita. Peligro
sábado, 31 de julio de 2010
Nómada
R. transitaba el lugar de un lado a otro para caminar en los pasos la ansiedad. Buscó a alguien de entre todos ellos. Había una mujer que observaba todo sin emoción. Decidió que era la más indicada.
-Disculpe, dónde estoy.
La mujer lo miró.
-¿Perdón?
-Es que no sé dónde estoy ni tampoco si debería de estar ahí- Al decir esto, R. señaló las listas de admisión.
-Eso es imposible. ¿Cómo llegó?
A R. se le hizo un nudo en la garganta. Tenía la sensación de que no era la primera vez que se avergonzaba por no saber su nombre, ni su lugar, ni la manera de cómo había llegado a donde estaba. También tenía un vago recuerdo de haber aprendido a conservar la calma. La mujer se conmovió. R. tenía la mirada vidriosa y respiraba como si tratara de calmar las náuseas.
-¿Cómo se llama?- Preguntó con una naturalidad que se convirtió en espanto al ver la desolación en los ojos de R.
-¿No sabe su nombre?
A R. le rodaron las lágrimas y trataba de tragarse los sollozos pero tuvo que esconder la cara entre las manos. Ella le acarició el hombro, y afortunadamente, le dijo que llorara todo lo que quisiera. Entonces el llanto de R. se hizo cada vez más fuerte; sus sollozos se convirtieron en algo que parecía el viejo aullido de un perro. Ni siquiera sabía qué decir. Lo único que tenía y conocía era el desamparo. También tenía la sensación de que no era la primera vez que se sentía así. Cuando logró calmarse, lo llevaron a la delegación.
Después de una revisión médica en la que no pudo decir nada de sí ni del tiempo que había transcurrido, se buscó en los rostros de las actas de extravío y ausencia. Ante todas esas fotos se sintió como acompañado: esos seres humanos (no los de carne y hueso que se movían a su alrededor) también conocían el desasosiego que espanta toda oportunidad de cerrar los ojos con tranquilidad.
Fue trasladado al centro de atención a personas extraviadas y la angustia le demostró lo hábil que era para salir a buscar por sí mismo. Cuando alguien se escapaba, la apatía de los demás le protegía: ya eran muchos, no había espacio y a los más ancianos nadie los iría a buscar.
Tres meses después regresó de la misma manera: por su propio pie. Esta vez con la barba más larga, el cuerpo más sucio y el espíritu más débil. Lo que R. no habría visto a sus 68 años; afortunadamente para él, por más terrible que fuera, no quedaría nada de ello en su memoria.
Era martes. Sabía que era martes porque lo preguntaba constantemente. En cuanto se le olvidaba, volvía preguntar. Ese día llegó una mujer como de unos 35 años con un parecido irremediable en los ojos aceitunados, en la nariz aguileña, en la boca pequeña y en el desamparo de la mirada. Se quedó frente a él con un silencio que era el mudo testimonio de todas las sensaciones encontradas. Ni siquiera sabía lo que sentía por un hombre al que había dejado de ver hacía veinte años. Todo indicaba que su abandono no había sido voluntario, que el tiempo había hecho mella en su lánguido cuerpo, en su fragilidad de espíritu... en el conveniente olvido de su papel de padre de familia. Después de infinitos minutos pudo articular la primera palabra que hasta a ella misma le parecía inverosímil:
-¿Papá?
R. la miró con esperanza y extrañamiento a la vez. Entonces R. lloró cuando algo pareció iluminar su memoria. Ella tenía unas ganas infinitas de escuchar una pregunta que le ayudara a encontrar la palabra indicada para empezar a contar veinte años de ausencia. Y entonces, cuando él recobró el aliento, por fin pudo preguntar.
-Disculpe ¿Qué día es hoy?
Éxodo
Hay veces en las que te quiero más que de costumbre. Nunca he sido una persona equilibrada. Busco en los pliegues. En algún lugar debe haber algo de mí. No puedo desaparecer así como así. Se oye tu voz y pierdo la noción del lugar en el que me encuentro. Es cuando tengo que torcerme en busca de mí: para no perderme de vista, para no quedar emparedada entre palabras que no son mías, entre deseos que ni por asomo me pertenecen.
Huyo de tus ojos. Me aferro a lo que que tengo que no es nada: sólo las líneas que me suceden. Te tengo, pero la historia contigo es corta y yo necesito escribir más. Mucho más.
jueves, 22 de julio de 2010
Otro poquito...
Creo que eso explica los arrebatos y la crónica gana de quedarme entre las sábanas un poco más de tiempo. Que nadie me mueva; que me despierten sin sobresaltos. Que esta mañana no tiemble, que nadie escape ni salga corriendo. Prometo tomarlo con calma, pero sólo un poquito más... Un poquito más aquí acostada. Por favor.
lunes, 19 de julio de 2010
Al fondo a la derecha...
La búsqueda de la privacidad es un pequeño tesoro más valioso de lo que parece. Que usted se sienta traicionadamente acompañado cuando entra a un baño, a un clóset, a hurtadillas a una cocina, a un dormitorio (propio o ajeno) sin saber a quién culpar, tiene una razón de ser y esperamos que el descubrimiento de sus hondísimas conjeturas no le cause desvanecimiento alguno.
Por hoy, sólo le podemos proporcionar información sobre el cuarto de baño. De los otros rincones, nos reservamos el derecho de proporcionar datos después.
Lo que usted hace ahí, es fácil de deducir. Donde hay un excusado, la imaginación difícilmente llegará más allá de las necesidades fisiológicas que tenga que atender su cuerpo. Sin embargo, hay quien (como usted temía), conoce cada detalle: movimientos, esfuerzos, delitos, indecencias, urgencias, escondites, costumbres... En suma, todo lo que sucede, pero con una observación de filigrana abominable.
Lo primero que tiene que saber es que es del sexo femenino (el nombre no se lo diremos por temor a evocar este relato cada que conozca usted a una mujer llamada…). Antes de ser lo que ahora es, no podía reprimir ese comportamiento sexual poco habitual (parafilia le llaman los especialistas) que parecería tan inocente o al menos, inofensivo. Ella gustaba de mirarlo todo en ese lugar: los actos cotidianos de limpieza, los escatológicos sucesos después de los alimentos, los secretos inesperados de los más honorables... Es algo que nadie le pudo controlar. De pequeña se subía a las sillas, después lo hacía de puntas, hasta que alcanzó la altura más cómoda. Posteriormente, tuvo que encorvarse, dependiendo de la puerta en cuestión: las cerraduras, aunque incómodas, eran la mirilla a un placer que no se preocupaba por esconder. Mejor era no probar las nalgadas para darle un escarmiento (para qué despertar naturalezas propensas a la perversión). Sólo se le regañaba y se le quitaba del lugar reprobable en el que se acomodaba. Los años agudizaron sus impulsos y los comentarios más puritanos nunca sembraron vergüenza en su proceder. La privacidad de los otros (incluyendo la suya, carísimo lector, lamentamos decirlo) era algo que devoraba con los ojos como si tuviera hambre de placer ajeno.
Así, una madrugada después del espectáculo que involuntariamente le dio el abuelo, que andaba de visita, quedó absolutamente sorprendida. Ahora quería verlos todos. Todo y a todos. A todas también. Cada noche, mientras los otros rezaban por los familiares en desgracia, por la paz mundial o para aplacar angustias punzantes, ella pedía con desmedido fervor, poder verlo todo en aquél lugar en el que pasaba casi cualquier cosa. Lo deseaba con el corazón apretado y la esperanza de pie ante lo absurdo. Así pasaron algunos años, pero su espíritu era incansable.
Entonces sucedió. Soñó con una lluvia de imágenes de gente que entraba y salía. Una tras otra sin percatarse de su presencia. Gente de todas las razas, complexiones, tamaños, edades y géneros. Que nadie la despertara por favor. Que nadie la sacara de ahí, deseaba desde el sueño hecho realidad. Nadie volvió a decir su nombre por la mañana. En un momento se percató de que una mano iba hacia su cara. Pensó que estaba a punto de despertar, pero no. Sintió un torzón extraño, pero sin dolor. Luego otro, después otro y otro. Poco a poco, entendió lo que había sucedido (no sin sorpresa, por supuesto). Se acostumbró a girar a la derecha sin problema alguno. No tenía idea de cómo, pero lo había logrado. Estaba en todos los cuartos de baño al mismo tiempo. Nunca nadie la volvería a quitar de donde estaba. Al contrario, se encontraba ahí para resguardar de cualquier entrada intempestiva. También por supuesto, a veces la acompañaba otro trastornado que se le asomaba por el orificio de la cerradura para ver lo que ella presenciaba en silencio absoluto.
No se ruborice, estimado lector. Ella no le comentará nada a nadie, con contemplarle a usted en silencio, le es suficiente.
miércoles, 7 de julio de 2010
Con las alas puestas
lunes, 5 de julio de 2010
Des(a)tino
−Dirás tu apellido cuando quieras que pare.
−¿Mi apellido?
−Sí.
−Eso es muy personal.
−Esa es mi regla.
−Preferiría decir algo más... menos mío.
−¿Entonces?
−Diré... rojo. Sí: diré rojo.
−¡Cuánta creatividad! Supongo que sabes lo que esto te va a costar.
Volveré a tratar de entender.
−Desobediencia.− comentará.
Respiraré hondo; no estaré seguro de seguir caminando hacia el lugar acordado. Me habrán dicho que todo estará como lo pedí, incluyéndola a ella.
Subiremos por el elevador. Ante la puerta 407 que me parecerá inmensa le confesaré:
−Tengo miedo.
−¿De?
−De que nada vuelva a ser igual.
Suspirará y aseverará satisfecha:
−Sí, esto no es igual, afortunadamente. De eso se trataba.
Entrará decidida y yo me quedaré en el umbral.
−Aún te puedes ir. No me sorprendería. Los cerdos son así.
Pensaré que no entendí sus últimas palabras.
−Sí, los cerdos como tú. Los ordinarios cerdos como tú.
Apretaré las mandíbulas. Entraré. Cerraré la puerta con cerrojo.
−Te pones este pañuelo en los ojos y luego te desnudas. Ya estás aquí. Solo te dirigirás a mí si yo hago preguntas. Lo que tengas que decir no me importa.
Sabré que algo así pasaría pero no estaré listo para escucharlo. No podré evitar cerrar los puños.
−No me gusta decir una orden dos veces, así que pon mucha atención...
Poco a poco dejaré de escuchar. Me costará creerlo. En mis oídos sólo entrarán como balazos las palabras cerdo, esclavo, insecto, perro, imbécil... Me dolerá algo. Sabré entonces que, en efecto, nada será igual. Me perturbará la sensación de estar completamente desnudo ante una mujer que no parará de insultarme, que querrá que me hinque, que me tomará de los cabellos para humillarme. Será demasiado. Yo habré sido hasta entonces un hombre ejemplar sin nada; futuro jefe de familia que después de haber cruzado esa puerta se convertiría en todo eso que ella decía. No podré entender ni querré hacerlo. Ella seguirá serpenteando insultos ante mi impavidez y entonces súbitamente se detendrá. Me dirá con amabilidad que no estoy listo. Me quitará el pañuelo de los ojos e intentará decirme algo, pero será demasiado tarde porque no soportaré la compasión; porque yo no podré vivir con la compasión de una mujer que se cree superior a mí. Apenas me ponga la mano en la espalda para darme unas palmaditas me sentiré como el estúpido más mezquino del mundo y sin pensarlo le daré con el puño en la cara. La inmovilizaré con el antebrazo en la garganta y ella pedirá auxilio. Le gritaré "¡Cuánta creatividad!". Le devolveré los insultos que me escupió mientras termino con la belleza de su finísimo rostro a golpes contra la pared. No podría hacerlo de frente porque sé que no toleraría su mirada. Intentará pedirme perdón pero el tronido de sus cervicales se escuchará primero. Me volveré a sorprender de su fragilidad. Desearé tener más ira pero me vencerá la impresión del desastre. Entonces me sentiré más desnudo que nunca. Me vestiré con dificultad porque me temblarán las manos. Saldré a toda prisa. Mientras camine presuroso me diré que yo no soy un perro ni un esclavo ni un insecto ni un cerdo ni un imbécil. Trataré de convencerme, pero entre más me lo repita, sabré que nunca había estado tan convencido de lo contrario.
viernes, 2 de julio de 2010
Disertaciones en torno a una diosa que espera
Que Heracles sufrió sus constantes intrigas y que Eco -famosa por contar las mejores historias de todos los tiempos- fue encerrada en los bosques destinada a repetir la última palabra de los hombres por haber hipnotizado a Hera mientras Zeus gozaba de quién sabe cuántos cuerpos.
Que era una diosa implacable que aplastaba al que le hiciera dudar.
La diosa del hogar y la familia; la misma que aventó a su hijo Hefestos al mar por haber nacido con una fealdad insultante (ahora nos explicamos tanta disfuncionalidad).
Hay que notar que había razones para estallar a la menor provocación: Hera esperaba. Todo el tiempo, fue una diosa a la que le tocó esperar. Una hembra que tenía que vivir con el presentimiento de saber dónde se encontraba aquél que la enloquecía.
Lo que pocos saben es que Zeus y Hera eran gemelos. Que Zeus tomó, justo a su idéntica (además de haber violado antes a su madre Rea, por supuesto) como compañera de vida, de la que no se podía separar a pesar de la delicia de todos los otros sexos que probaba por el mero gusto.
Lo que pocos saben es que Hera fue una hermana, que por compasión a un animal abandonado al que acogió en su seno, sufrió el ultraje de caer en la cuenta de que aquél era en realidad su hermano dispuesto a penetrarla por la fuerza. Y así lo hizo. (¿A quién le queda el mínimo de compasión después de eso?). Poquísimos saben que se casó por vergüenza y que la noche de bodas duró 300 años. Cualquiera quedaría con los nervios muy delicados después de una noche así.
No nos sorprendamos pues de sus dolorosísimos y furiosos arrebatos. Uno, como quiera que sea, tiene un Dios en quien creer o confiar... ¿pero ella?
sábado, 26 de junio de 2010
Nacida en la década de los 80's
Todo aquél que nace en la década de los 80’s, se encuentra rodeado inevitablemente de los olanes, los copetes, los tenis con calcetín, y una combinación de colores pastel que hasta la fecha, siguen horrorizando la sensatez de cualquiera.
Sin embargo, ese alto precio fue recompensado sin duda con uno de los legados musicales más exitosos: el álbum de Thriller en la extraña y abrumadora carrera de Michael Jackson.
En el departamentito de la Balbuena en que vivía, las preferencias musicales se dividían entre la Sonora Santanera, por el lado de mis padres, y con Michael Jackson y Madonna, del lado de mi hermana. Mi elección se inclinó por la segunda opción y nadie imaginaría a la pequeña fanática gestándose en mí cada vez que escuchaba Billi Jean. Me ponía cinta adhesiva en los dedos como él y cuando iba en sexto de primaria, cada viernes a las cinco de la tarde, el ritual consistía en ver la película Moonwalker.
Cuando supe sobre su llegada a México ya estaba en la secundaria. Hirviendo de emoción adolescente, pedí permiso a mi mamá a lo que ella contestó: -Pues si quieres ir al concierto, tú te pagas el boleto. Brinqué y grité de la emoción. Saqué todos mis domingos y vendí dulces en aquella escuela de gobierno, con sus dieciséis grupos de cuarenta integrantes. Cada peso fue cuidadosamente invertido y ahorrado para asistir a un evento único del que se rumoraba, traería consigo un espectáculo de luces láser impresionante.
El acontecimiento se llevaría a cabo en el Estadio Azteca y me alcanzó para una entrada a la mitad de la cancha. El amigo con el que iría ya había asistido el día anterior y me dijo:
-Al final, Maicol se pone una máquina en la espalda y vuela.
-¡¿Vuela?!… ¿Te cae?
-Me cae.
Él volaría y yo estaría abajo… Claro, si pasaba a saludar al público tal vez le podría tocar la mano, y si le tocaba la mano, él sabría quién era yo. Entonces elegí el lápiz más brilloso de mi colección y en un papelito escribí la siguiente nota:
Dear Michael, I am Lulú.
I am 12 years old and I love you.
I’m your fan #1. Please call me!!!
My telephone number is 55-52-34-26
Pegué la declaración al lápiz y aunque fui la burla de la casa con mi plan maestro, creía sinceramente en la posibilidad, así que preparé distintas conversaciones telefónicas posibles para el momento más deseado de toda mi vida.
Llegó la noche del 25 de octubre y ahí estaba yo: con mis lentes oscuros (como los de Michael), usando mi chamarra roja (como la de Michael, en Thriller); con toda mi esperanza apretando el lápiz mensajero de mi identidad y pensando obstinadamente: Maicol va a llamarme, Maicol va a llamarme, Maicol va a llamarme…
Fueron las dos horas más intensas de mi adolescencia: canté, lloré, bailé y estaba alerta para que hubiese alguien detrás de mí, por si me desmayaba como las fanáticas en los videos de sus conciertos. Así pues, llegó el momento esperado: en su última entrada llevaba puesta una especie de mochila que funcionaría como un cohete que lo llevaría a rodear el estadio y por fin, a saludar a sus fanáticos. “¡Ya va a volar, ya va a volar!”, pensé. Saqué mi lápiz y brincando para llegar lo más alto posible, grité:
-¡Come, Michael! ¡Please, call me!
Encendió el motor, salió disparado en línea recta hacia el cielo y no lo volví ver. Apenas alcancé a soltar un “¡Órale!” de la impresión.
Durante una semana no paré de hablar sobre los cambios de escenografía, los pasos, los vestuarios y las luces láser. Seguía contenta, aunque sin su llamada.
Con el paso del tiempo empecé a escuchar otras cosas, pero nada como aquella noche del 25 de octubre de 1992.
viernes, 25 de junio de 2010
Se busca
martes, 22 de junio de 2010
Disertaciones en torno a la doncella que nadie entendió
El dato que pocos conocen es que desde antes de nacer, sus padres ya la habían vendido con una bruja a cambio de unos frutos: su padre fue descubierto mientras los robaba en el jardín de la mala mujer y ella a cambio le pidió la vida de su futura hija. Ni siquiera reconsideró el trato; ni siquiera huyó cuando nació. La fueron a entregar personalemente a las puertas de la torre. Hay filicidas que no se apenan de sus actos.
Así creció: encerrada y alimentada por una bruja que escalaba la torre con aquel larguísimo cabello. Al parecer, las escaleras no iban con el estilo arquitectónico del lugar.
El príncipe llegó porque descubrió a la bruja en el momento en el que le eran arrojadas las trenzas para subir. Un día hizo el intento diciendo las mismas palabras y pudo escalar. Desde entonces, subía cada tarde.
Detengámonos aquí por favor... Cada tarde, ella echaba sus cabellos por la ventana para soportar el peso del cuerpo de un hombre y luego el de una mujer: de subida y de bajada. Cuatro veces al día entregaba su dolor, primero para que la abrazaran y luego, para que no la mataran. Cuatro veces al día, respiraba profundo y como podía, sostenía sus dorados cabellos entre los puños para que el peso fuera menos. Cuatro.
De nada le sirvió el príncipe: sólo la preñó y jamás hizo el menor esfuerzo por bajarla.
Luego, la bruja la descubre y le corta los cabellos. No todos lo han vivido pero el cabello es un indicio de paciencia. Los que tenemos el cabello largo tejemos en él el cariño de la espera; es la única evidencia del tiempo que vale la pena conservar: enmarca el rostro y nos da oportunidad de esconder la mirada; suaviza los rasgos, protege del frío. En el cabello va implícita la coquetería, la gracia y el encanto. He conocido quien se corta el cabello por tristeza o por desesperación. No he conocido personalmente a quien se lo hayan cortado por la fuerza. Así pues, nuestro personaje vio mutilada toda su dorada feminidad y su única posibilidad de príncipe. Cualquiera en sus condiciones hubiera perdido la razón.
Lo que sigue es igual de trágico. De sobra está decir que la bruja la perdió en un desierto y que ahí sola parió a unos gemelos. No mencionaré el final, que por tradición literaria acaba bien, porque estoy segura, que en algún lugar escondido de los libros, llora su cabellera, su espera, su dolor, los hijos que no quería, y tal vez, lo torcido de su desconocida historia.
Se las presento. Se llama Rapunzel.
martes, 15 de junio de 2010
Deshabitada
Me dijeron que son problemas de propiocepción: la cabal certeza de habitarse uno mismo. Miro la mano, me concentro: esa es mi mano. No sé cuanto tiempo me lleva abrir y cerrar; mover los dedos. Esos que son mis dedos. Mover las manos ya es un avance. Con facilidad levanto los párpados (esos que son mis párpados) y muevo los globos oculares. Eso ya no me cuesta un terrible esfuerzo. De lo único que estoy segura es de este cansancio: este agotamiento sí es mío. Lo siento. No sé exactamente dónde.
Miro a la gente por la ventana: corren hacia el camión, van, vienen, comen, hablan, suben las escaleras, se protegen de la lluvia. Todo lo hacen con un sentido de la propiocepción intacto: saben dónde están sus piernas y no por ello pierden la atención de dónde están sus hombros y su cabeza. Seguro que ni siquiera se han percatado de que están habitando un cuerpo con absoluta cabalidad: con certeza. Como si fuera suyo. Como si ese cuerpo fuera su cuerpo y esas manos sus manos y esos brazos sus brazos. Parece ser que sólo yo sé que todo eso se habita y que sólo a mí me sacaron de él. Que tengo que hacer un gran esfuerzo para entrar y moverme; cuando paso de ahí a aquí.
Que lo tome con calma. Todos dicen que lo tome con calma. Y yo los escucho con estos oídos desde algún lugar. Estos oídos que me prestaron para escuchar. Al menos para eso no tengo que hacer un esfuerzo.
"Es una pérdida del sentido de la propiocepción, no de la cordura". Es que no me pueden escuchar la angustia. Escuchan la voz (mi voz), como un mensaje en clave morse: con el código de las palabras pero sin el significado de esta angustia. ¿En qué momento se cansó? ¿En qué momento le aburrí? ¿Qué hice o qué dejé de hacer para que me soltara el cuerpo o para que me sacara de ahí?
Mejor ni hablar de lo de antes. Suficiente tengo con percatarme de dónde están puestos los dos pies.
Cada que me dan las ganas de recordar, miro lo primero que se me ocurra: una rodilla, un codo; entonces me concentro para habitarlo. Sé que eso me mantendrá ocupada un buen rato. Por supuesto he intentado lo contrario, pero aunque no estoy adentro tampoco me puedo ir.
Ahora, el problema de asir las cucharas es soltarlas. Puedo enterrarme las uñas si no controlo las falanges.
Todos los días hay algo qué hacer, sólo que a diferencia del resto, yo me tardo más de lo esperado.
Tal vez un día se decida a regresarme a mi lugar. A mí me queda claro: Dios existe, pero lo que no sé, es exactamente a qué hora va a regresar.
lunes, 24 de mayo de 2010
La vida secreta de mi iguana
La manera de cerrar sus ojitos con tanta apacibilidad, la quietud de su estar, el silencio permanente que calla toda su sabiduría; su sueño imperturbable y su discreta sonrisa ocultan la historia de un guerrero. Uno que en la vida anterior tuvo que conquistar tierras muy lejanas. Uno que tuvo que cruzar todos los mares y luchar cuerpo a cuerpo con pulpos gigantes. De esos que levantaban la bandera para anunciar el ataque; de los que estaban al frente desafiando al peligro con el pecho desnudo. De los osados; de los que tienen una estatua; de los que renunciaron a la tranquilidad de un solo lugar; de los que detestan las treguas. Seguro que también conoce todos los desiertos posibles y que tuvo que estar perdido cuarenta días. Seguro que también conversó de frente con el diablo. Después regresó con el aura iluminada, con la mirada impenetrable; listo para seguir venciendo a los impertinentes. Fue uno de esos que vivieron una cantidad sorprendente de años y de los que murieron en el campo de batalla. De los que tuvieron poco tiempo para regenerar las heridas. De los que quedaron por siempre en la tradición oral de un pueblo que nadie conoce. Uno de los que se tienen que convertir en leyenda a fuerza de tanta reyerta. Amante de la discordia; impulsivo de todos los días de todos los años.
Es por eso que los dioses le han dado la venia de descansar. De ahí la calma de su andar y el sosiego de su carácter. Lo único que le queda de su pasado son las ganas de escalar todo lo que le sea posible; un placer que conserva intacto. También la sangre fría, por supuesto.
Ya no es necesario levantar las lanzas ni conquistar el mundo entero. Ya lo conoce por completo.
Es por eso que cuando uno descubre su increíble historia, inevitablemente es invadido por unas indescriptibles ganas de llorar.
jueves, 20 de mayo de 2010
Diablita submarina
Nadé. Nadé lo más fuerte que pude. Como no fue suficiente, me puse a bailar. Siempre hasta el último aliento...
domingo, 16 de mayo de 2010
La chica venusina
jueves, 13 de mayo de 2010
En casa
Aquí, donde la lengua ocupa el lugar por completo.
Aquí, en el lugar perfecto.
sábado, 8 de mayo de 2010
Romina y las malas compañías
miércoles, 5 de mayo de 2010
Breves imprudencias
Pequeña Caperuza
lunes, 3 de mayo de 2010
Chacalofilia
Entonces lo supo, o al menos, pensó que lo sabía. Ella que se preciaba de ser un animal solitario que devora y abandona, esta vez fue asaltada por la curiosidad. Verdadera y auténtica curiosidad. Sabía que estaría más tiempo del esperado; que esta vez, valdría la pena quedarse... o quemarse o arriesgarse o perderse o morirse o esperar (que para ella era casi lo mismo que morir).
domingo, 2 de mayo de 2010
Sorprerruptir:
Acción de interrumpir a alguien sin la intención de hacerlo, pero con la absoluta conciencia de que, en efecto, se está interrumpiendo al individuo en cuestión; ya sea por razones fisiológicas, psicológicas, económicas, maléficas, anatómicas… En otras palabras, molestar por un buen motivo.
miércoles, 28 de abril de 2010
El imposible caso del hombre que se convirtió en...
martes, 27 de abril de 2010
Dolor, dolor, dolor...
El amo continuó:
─ Y te voy a golpear por todas las veces que te has negado y te voy a pedir perdón por todas las que no te he soñado.
El esclavo sonrió. Se quitó la camisa a cuadros y mostró satisfecho las cicatrices de la última ocasión. Se arrodilló con toda la dignidad que le fue posible. Como siempre, dispuesto al dolor.
─ Es todo por hoy. La sesión ha terminado.─ Dijo el amo.
El esclavo supo que tendría que volver a marcarse él mismo. Que su amo jamás lo iba a hacer.
A veces sentía que tanto dolor era insoportable.