Se quería quedar enterrada entre las cobijas. Decidió que se quedaría en casa. Se reportaría enferma. Necesitaba descansar, pero el despertador sonó a las cinco de la mañana como siempre. Lo apagó. Cerró los ojos y trató de amanecer tranquila. Imposible. Sucedió lo de siempre: llegaron las serpientes del deber y se azotaron como látigos sobre su cama. La levantaron a mordidas. Le apretaron el cuello cuando intentó aullar. Insultos de lengua viperina en sus oídos, en su itinerario del día, en los pendientes que le envenenaban las esperanzas de dormir, de reconstruirse, de regenerarse.
Así empezó a prepararlo todo: el boiler, las toallas, la bolsa, el café, las prendas, la cara. Pero esa mañana no pudo encontrar la sonrisa. La buscó por todo el espejo, en cada cajón, en el refrigerador, en las macetas, en el cielo de la mañana. Entonces vio su reloj y el horror fue inevitable: ya estaba vieja.
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