Que no cerrara las fauces, era la consigna. Pudo resistir un tiempo, pero siempre con ese dejo de ansiedad. Apenas sentía las finísimas hebras entre los dientes, le ganaba el ansia. Primero se comió a una niña. Como no dejó rastro, nadie pudo sospechar. El problema vino cuando se comió a una princesa que tenía la mata de pelo más dorada que nadie. Sentía que le iluminaba la boca y la cerró. Se quería quedar con la luz de los cabellos, pero las criaturas peines no están hechas para eso. Está de sobra decir que fue castigado.
Antes de él, ningún otro lo había intentado. Todos se quedaban quietos, cumpliendo con su deber a fuerza de domar los impulsos más primarios. Él no lo pudo evitar y sin indulto, le plastificaron. Le quitaron el filo de la dentadura y la mandíbula que amenazaba a las cabezas más desmelenadas. Le empequeñecieron el tamaño y le aplanaron el espíritu. Desde entonces, se queda con lo que puede de los cráneos que tiene a la mano. Él espera. Espera con paciencia. Tal vez algún día todo vuelva a la normalidad.
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