Escuchó con detenimiento. Puso toda la atención que le fue posible: de toda la que disponía. Algo en algún momento cobraría sentido. Silencio como el que nunca había escuchado jamás. No sabía si se trataba de la muerte, del invierno que enterraba todas las flores, de la noche que callaba a todos los mentirosos del mundo.
Cuando amaneció, todo seguía sin sentido a pesar del ruido. Se ocultó. Así es como se asomaba cada luna y se quedaba en las ramas, esperando. Fue tanta su necedad de encontrar el principio, el fin y el sentido, que los demás le empezaron a agarrar miedo, envidia, mala fe. Le culparon por todas las malas obras, por todas las deformidades de la bondad, por todas las plagas malditas. Con el tiempo le culparon por cada muerte natural, por mirar con una certeza contundente, porque ya sabía en lo que acabaría todo sin haberle dicho nada a nadie. Los ignorantes lo convirtieron en ave de mal agüero y los resignados en ícono de paciencia y sabiduría. Como sea nadie sabe lo que calla. No lo supieron los egipcios, ni los romanos, ni los griegos, ni los del viejo o el nuevo mundo, ni los arcángeles, ni los otros, ni los nuestros.
No dice nada; al resto sólo nos queda esperar.
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