viernes, 20 de agosto de 2010

En los ojos de un chamaco cabrón

Cuando vio sus ojos le dolió. Sólo hasta que vio sus ojos. Entonces volteó a ver los tabiques: en ellos estaba embarrado el cuerpecito de esa pequeña víbora desafortunada que nunca tuvo un nombre. Fue en ese momento que se percató de lo que había hecho momentos antes. Había sido una orden, pero no supo cómo obedecer.

Emiliano nunca se cansaba de explorar el terreno baldío que había al lado de su casa. Siempre había algo para guardar en las bolsas del pantalón. Ese día halló lo que nunca había visto: "una boa constrictor", decía él. La viborita no tenía nada de peligrosa. Era de color amarillo y tenía la mirada como todos los reptiles: impredecible. Emiliano aprovechó que estaba enroscada a una rama que pudo alcanzar. Le pareció fascinante, amenazadora y oportuna para espantar a quien se le pusiera enfrente. Así se dedicó a sacarle gritos a las niñas que tanto odiaba y a molestar a doña Tere, que a sus 53, ya no estaba para aguantar las imprudencias de un chamaco que le quería echar la viborita en la bolsa del delantal. Cuando su madre escuchó los gritos, bajó para ver qué pasaba.
-¡Este tarugo señora! ¡Mire nomás lo que trae! Y yo con mi soplo en el corazón.
-Emiliano, no te quiero ver con eso en la casa. ¡Pa' fuera! ¡La tunda que te voy a dar si no te deshaces de ese animal!
Emiliano se salió. Nunca había tenido perros ni gatos ni ratones ni nada. Nunca había cuidado de nadie. Él era el hijo único al que se le prodigaban todos los cuidados y atenciones de una madre soltera y trabajadora.
Lo sabía: el detalle de la boa constrictor le iba a costar la mesada del domingo que tanto esperaba, además de la revisión exhaustiva de sus tareas que sólo sucedía, cuando su madre estaba enojada y buscaba errores por todas las hojas del cuaderno. Como todo hijo consentido, los berrinches impulsivos eran su especialidad. Se acercó a los tabiques de la construcción que había en la esquina. Frente a la construcción estaba el anciano que parecía parte del paisaje: siempre estaba sentado ahí, con su cara de tortuga silenciosa e impasible.
Emiliano puso a la boa sobre un tabique. Tomó otro y lo estrelló contra ella. Así, Emiliano trituró con esmero todo ese lánguido cuerpecillo. Se tardó. Cuando acabó, subió la mirada y se encontró con los ojos del hombre tortuga que no pudo pronunciar palabra durante el atentado. El anciano negó con la cabeza y sólo pudo decir: "Chamaco cabrón". Levantó su cuerpo -que parecía moverse por primera vez en siglos- y se metió a su casa. Cuando se quedó solo, volvió a ver lo que había hecho, pero esta vez sentía como si le apretaran la garganta y le dolió ser un chamaco cabrón. Le dolió la serpiente y el impacto de los tabiques. Le dolió haber obedecido así.
Cuando regresó a su casa, estaba dispuesto a los castigos que fueran, pero ninguno le pudo quitar de la memoria la imagen de aquella viborita sin nombre.

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