Me detengo. Tengo que salir. El calor aquí me está devorando. Salgo y de a poco me pega la vida en la cara: el aire que me roza, los pasos que camino, un anciano que anda lento al otro lado de la acera, las ramas de los árboles que tienen una conversación secreta con el viento, el pacto ineludible que tiene el olor de las cafeterías con el recuerdo del café italiano.
Así, sin más, la vida me pega a la cara. Me pega con su temperatura que me devuelve las ganas de abrir los ojos, de abrir las palmas, de abrirme toda. Entonces me doy cuenta de súbito que es primavera. Que en medio de las obligaciones que me tienen rehén en el espacio en el que trabajo a ritmo de urgencias galopantes y ajenas, me doy cuenta en un instante de que es primavera... Seguramente por eso me convierto en flor cada que me besan. Seguramente por eso siento que necesito salir del capullo de mi casa y ponerme a revolotear en las calles.
Así, sin más, este único instante que tengo es la vida: las ganas de escribir cuando más falta me hace la poesía; las ganas de dejar aquí, sin estructuras ni lineamientos establecidos, lo que miran mis ojos, lo que prueba mi boca, lo que acarician estas manos, lo que desean estos brazos, lo que aprietan estas piernas, lo que late en este pecho mío y que retumba... que me obliga a detenerme y a salir.
Sigo caminando y me detengo ante un perro viejo que me mira a los ojos. Me dan ganas de llorar. Sigo caminando y escucho las palabras que atraviesan el parque y las palmeras para llegar hasta mí: palabras sueltas libres de significado dichas con entusiasmo, palabras con un dueño que quién sabe dónde está. Palabras que ahora son mías.
Dejo entonces de ser un cadáver andante movido por los hilos de la obligación. Me salen alas. Me salen alas y puedo escribir. Puedo volver a escribir que la vida me pega en la cara. Que eso es lo verdaderamente importante.
Que eso es lo que nunca se me debe olvidar.
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