sábado, 17 de septiembre de 2011

Mirar con las puertas abiertas

¿Quién mira la cantidad de puertas que se atraviesan diariamente? Entradas y salidas para llegar o partir; lo importante es atender las necesidades del día. Las puertas, el transporte, los puestos de periódico, los baños públicos, los elevadores… todos son aleatorios, fortuitos, falibles, olvidables. Lugares de paso en los que permanecer no sólo es inconcebible, sino estorboso. Sin embargo, si uno se detiene, si uno mira con los ojos bien abiertos, se percatará de que hay quien tiene como misión permanecer ahí. Estar para las necesidades efímeras de los que vienen y se van. Están los que se quedan, los que abren y cierran. Ahí, donde uno ya no mira, hay alguien más.
Se llama Juan. Yo sé que se llama Juan pero pocos saben su nombre. Juan Sánchez Guzmán, para ser exactos. Lleva once años en la misma puerta de la misma institución. La gente entra y sale; él permanece. Algunos le dan el buenos días, hay quienes le sonríen; también están los que pasan de largo sin el mínimo de cortesía, esos que tienen el síndrome de yo soy el ombligo del mundo. Como sea, él siempre permanece amable, servicial, con la sonrisa cordial pero moderada. Su respuesta inmediata ante mi petición de entrevista fue: Dígame, profe. ¿En qué le puedo servir?
Juanito (como le digo por las mañanas al saludar) llegó a la ciudad a los 17 años. Dejó Costa Chica en Oaxaca. Cuando dice su lugar de nacimiento, sonríe y cruza los brazos. Entiendo entonces que me estoy metiendo a una intimidad y que debo ser tan respetuosa como precavida. Uno nunca sabe; todos tenemos las heridas como minas: escondidas en el subsuelo, enterradas desde hace mucho, algunas listas para estallar, otras que ya no son peligrosas para nadie.
Su jornada de trabajo es de ocho horas; dos son para la comida. En la primera, como, doy gracias a Dios y después leo. Me gusta la Biblia. La mujer con la que ahora comparte sus días es testigo de Jehová, pero Juan no tiene religión establecida, sin embargo sabe de fe. La tiene y con eso le basta.
Como miles de minúsculos capitalinos, la travesía para llegar al trabajo es de casi dos horas.
Huérfano de madre desde los tres años, hijo de un campesino, nieto de un ranchero que vivió hasta los 113, padre de tres hijos, casado dos veces, amante de las caminatas solitarias −el lugar es lo de menos, lo que importa es el recogimiento. Cuando le pregunté por una de sus experiencias más gratas en el Distrito Federal, lo único que dijo después de buscar en los 41 años que lleva aquí, fue: Ora sí me la pone difícil. Sin embargo, sonrió. Me volví a percatar entonces de que, efectivamente, Juan es un hombre de fe. De los que tienen la mirada transparente y la presencia discreta, de los que tienen la valentía intacta. De esos que valen su peso en oro; de los que llevan la honestidad en las palabras y en los ojos; de los invencibles.

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