Lupita Yañez, mejor conocida entre los suyos como Pi, tiene las ideas como el corazón: a la izquierda. Es maestra de primaria desde hace 36 años y terapista del lenguaje desde hace 17. Pi sabe de política, del amor, del dominó, de la pobreza, del matrimonio, del divorcio, de tequilas; de lo que se puede saber después de haber vivido 53 años.
La vocación de la docencia que la ha determinado no fue una elección suya sino de su madre. En ese entonces la pobreza era mucha y las opciones muy restringidas. A su hermana mayor le tocó ser secretaria y a la de en medio, trabajadora social. Todas cedieron a la decisión de esa madre que siempre ha tenido un instinto implacable. En lo que respecta a sus destinos, las elecciones fueron asertivas.
Cuando llegó a este mundo, Lupita le cambiaría la jugada a su señora madre quien había ahorrado hasta el último centavo durante el embarazo para poder descansar un tiempo después de dar a luz; sin embargo, y casi como una mañosa jugada del destino, las contracciones empezaron afuera de un carísimo hospital privado.
Al parecer, desde siempre, las aulas fueron labrando su destino: cuando niña vivió en una escuela en la que su mamá era intendente. Desde entonces, le fueron familiares el sonido de la tiza, los libros abiertos, los recreos llenos de gritos y corretizas, los timbres que delimitan la jornada.
Si de algo puede estar orgullosa Lupita, es de la cantidad de niños que con ella aprendieron a leer y a escribir. Desde las escuelas públicas con sus 50 alumnos por grupo hasta las privadas de colegiaturas estratosfércias. A todos les enseñó no sólo los códigos fundamentales de la lengua: les enseñó de la historia las huellas, de las matemáticas las armas para el día a día y esas otras cosas que se aprenden con el ejemplo de vida.
Como terapista del lenguaje el reto más grande siempre ha sido hacer hablar a los sordos: sacarlos del submundo del silencio para hacerles exteriorizar de viva voz la carga de las palabras y construir así los significados.
A pesar de todos los años, a pesar de todas las semanas de lunes a viernes, lo más difícil sigue siendo hacerle caso al despertador sin hacerlo pedazos y levantarse temprano. Lo más sencillo es enseñar; lo más detestable, la burocratización de la docencia que cada año se enfrenta a papeleos y requisitos que le ponen baches a la vocación. Hay quienes, como Lupita, que no pierden el brillo en los ojos para dar nuevamente la lección.
Después de los paisajes parisinos, las legendarias casacadas canadienses y los colores de Costa Rica, está segura que este es el lugar que debe y le gusta habitar.
Ahora está profundamente enamorada del bullicio del Distrito Federal, de un fotógrafo que le sigue el paso y la alegría en las parrandas. Lo mismo canta, baila, lee, estudia, besa, escucha y, ahora, hasta cocina.
Lupita cabalga la vida con gusto y esperanza, por eso –creo yo– nunca dejará de marchar y enseñar.
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