viernes, 1 de enero de 2016

Una noche llamada Mila

Después de cuidar de un dinosaurio por cinco años, el vacío que me quedaba era sordo. Doloroso. Una vez que tuve la dicha de tener un pequeño maestro en casa, ya no podía estar sin ello, así que me di a la búsqueda del siguiente.
Podrá parecer absurdo que esos días me esforcé en encontrar un gato pequeño, pero en verdad escasearon en ese tiempo.
Entonces, cuando estuve lista, Mila llegó. Supongo que le dejó el trabajo a la casualidad porque la encontré el día que dejé de buscarla. 
Toda ella es de un negro azabache y con una pequeña estrella blanca en el pecho. Llegó como todos los desamparados: con hambre, con miedo, con desconcierto. También con un olor espantoso que tardamos más de una semana en mitigar. 
Cuando entramos a la casa por primera vez, después de defecar sobre mi hombro, se escondió. Yo le hablaba para darle confianza; ella me miraba desde el piso arrinconada entre las patas de las sillas. Cuando me agaché para cargarla me di cuenta de que me sentía insegura sin los guantes de carnaza, de que le miraba con atención la cabeza esperando el instante en que me soltara la mordida, de que me cuidaba de los latigazos de su pequeña cola... Y no. Reparé en que los gatos, a diferencia de las iguanas, no muerden. Eso es obvio, pero me percaté entonces de que su cola en ningún momento me iba a castigar.
Además, maullaba mucho. Yo ya me había acostumbrado al silencio sagrado de aquel dinosaurio, a la mirada distante, a la sangre fría, al verde majestuoso.
Ahora tenía frente a mí a una panterita que trataba de decirme mil y un cosas con los ojos y los maullidos. Entonces me senté a llorar porque me di cuenta de que Camilo permanecía en mi manera de acercarme a los animales, en mis hábitos, en mi asombro.
Esta vez no tenía que cuidarme de los garfios que tenía por garras ni de los impulsos instintivos que aprendí a detectar y a envidiar.
Esta vez las caricias eran fáciles de prodigar.
Tardé un tiempo en asimilar la diferencia, pero Mila agarró confianza muy rápido y era cariñosa por encima de todas las cosas. Tanto así que la nombramos "La terminator del amor".
Ella es una hembra misteriosa que ahora maúlla sólo para lo fundamental. El negro que le fue concedido por momentos la hace difícil de ver, pero le da un aspecto elegantísimo.
Mila me enseñó que los gatos lo miran todo tratando de calcular. No se bien qué, pero lo cierto es que tienen una mirada científica y estudian los movimientos, los sonidos, los espacios, las miradas... 
Ella fue la primera máquina de cariño que me empezó a ronronear para hacerme saber que estamos en paz.
También con el ejemplo me enseña que el sueño es tan prioritario como jugar.
Menuda falta me hacía esta pequeña noche que me vino a adoptar.



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